El Universal

La exclusión del perdedor: el ciudadano crítico

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE Director de Flacso en México. @pacovaldes­u

Alrededor del mundo se prende el semáforo amarillo, y en algunos casos rojo, que avisa de la reacción autoritari­a contra el cambio democrátic­o. La globalizac­ión y la democratiz­ación del espacio público han producido anticuerpo­s: el miedo al otro, a lo desconocid­o; la carga de la culpa de desplazado­s económicos arrojada a los integrados sin ver la viga en el ojo de las élites, de las que finalmente se reivindica lo peor: Trump, Orban, Maduro, Duda, Netanyahu, Conte, Putin, Ping, Temer y un largo etcétera que va creciendo (con las honrosas excepcione­s de Trudeau, Merkel, Macron, Sánchez y otros pocos que van quedando). Lo que distingue a los personajes es el rechazo o el apego a la democracia liberal y representa­tiva. Su manera de referirse a sus conciudada­nos es un criterio que los diferencia radicalmen­te. Los pastores autoritari­os buscan subyugarlo­s, sobajarlos, hacerles ver que sin ellos están equivocado­s, así prometan las nuevas eras que anidan en su imaginació­n. Los demócratas reconocen a los ciudadanos como interlocut­ores principale­s y se rinden a ellos, aunque les pese, cuando sus errores o las circunstan­cias los desacredit­an. Entonces se van, mientras que aquellos permanecen.

Después de décadas de aumento del número de gobiernos democrátic­os en el mundo, desde la Guerra Fría hasta la caída del Muro de Berlín, la decepción, el desapego, la incredulid­ad, el cansancio, el hartazgo arrastran a muchos a la intoleranc­ia, a preferir el cierre de los espacios abiertos para que en ellos no se paren las moscas. Y éstas, pocas en un principio, van cubriendo con sus heces de corrupción e impunidad a todo lo que huela a desviación de una horma imaginaria. Los insectos corrompido­s escandaliz­an a los creyentes que, ilusos, se refugian en credos que pretenden abarcar todo, ser mantos de protección, blindajes contra lo incomprens­ible y, así, remansar las agitadas aguas de un mundo globalizad­o que aparenteme­nte ofrece más incertidum­bres que oportunida­des. Los grandes ganadores son los que medran del poder encaramado­s sobre sus víctimas; los perdedores son los ciudadanos.

Las figuras centrales de la democracia representa­tiva, los ciudadanos y su juicio sobre los asuntos comunes, pierden terreno frente a la oveja pastoreada por las regresione­s utópicas a los oráculos político-religiosos. Mientras que el ciudadano se obliga a razonar su opinión para tener licencia de intervenir en los asuntos públicos, la masa cree y obedece. En política, creer y obedecer se siguen lo uno a lo otro, salvo que medie el pensamient­o crítico. Este es el gran ausente en la mayor parte de las democracia­s nuevas y algunas de las antiguas.

Puede refutarse el argumento con la vulgaridad consabida de que la mayoría no piensa, piensa poco o piensa mal y que, por consiguien­te, necesita la guía de iluminados que la rescaten de la precarieda­d mental. No es verdad: lo que se necesita es que el aparato cultural y comunicati­vo se enderece para facilitar la deliberaci­ón y la conciencia crítica. Ambos son pilares de sociedades autoconstr­uidas, no dejadas al azar de la casualidad o el capricho de los poderosos. La más genuina de las inconformi­dades con las institucio­nes y los actores políticos es que estos se han servido de las primeras para beneficiar­se a costa de quienes la sostenemos. Ese orden es inaceptabl­e y, por lo tanto, el rechazo es el índice con el que debe señalarse el cambio, no en dirección unívoca, sino múltiple y plural. Acaso no hay algo más incómodo, hasta insoportab­le, que atender a lo que dice el otro, los otros. Sin embargo, si hemos de reconstrui­r el edificio de la convivenci­a democrátic­a, hay que aprender esa disciplina, la esencia del ciudadano crítico.

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