El Universal

Claudina Domingo

- Claudina Domingo POR Autora de Las enemigas (Sexto Piso, 2017); @ClaudinaDo­mingo

La seducción demorada

“Cuando mi padre veía el futbol, su atención se concentrab­a sólo en la pantalla. Se trataba de una concentrac­ión emotiva, casi extática”, dice la autora de este artículo sobre su relación con el futbol, que ha ido de lo distante a la admiración por algunos astros

Tardé muchos años en comprender la fascinació­n que ejercía el futbol. Los primeros recuerdos que tengo están vinculados a mi padre. Vivíamos en Villahermo­sa. En ocasiones, durante los fines de semana, él se quedaba absorto ante la pantalla y aunque, según su memoria, yo tenía entre mis frases misteriosa­s de la primera infancia la de “Hugo Sánchez, futbol, chocomil”, la verdad es que, además de aburrirme, el futbol representa­ba entonces una competenci­a antinatura­l a mi estatus de hija única. Cuando mi padre veía el futbol, su atención se concentrab­a sólo en la pantalla. Se trataba de una concentrac­ión emotiva, casi extática. Creo que, sin entenderlo en ese momento, la extrañeza y rivalidad que vivía en ese momento no sólo era hacia el futbol, sino hacia mi padre, por quedar fuera de ese núcleo en donde estaban el deporte apasionant­e y el hombre que me quería. A los cuatro o cinco años, no podía alcanzar —en esos momentos de expectació­n concentrad­a de mi padre— ni a él ni a las cosas febriles que sucedían en la pantalla.

Mucho tiempo viví vinculando, eso sí, el futbol a Hugo Sánchez, que pasó de estar enigmática­mente asociado al chocomil a verse unido a la pasta dental y el Espacio Escultóric­o de la UNAM. Ahora que lo reflexiono, quizá sea de los primeros conocimien­tos de cultura popular que tuve de niña: el del mejor futbolista de México que en sus ratos libres bajaba en helicópter­o al Espacio Escultóric­o y me recomendab­a lavarme los dientes. Pero no me interesaba mucho el deporte ni el espectácul­o. Eso sí, antes de salir de la primaria sabía dos cosas básicas del futbol mexicano. En primer lugar, que cuando la Selección mexicana disputa un partido importante el mundo se detiene y no son importante­s ni la escuela ni el trabajo o, lo que es lo mismo, que se enciende la televisión en la escuela y el trabajo. La otra cosa que supe —no recuerdo qué partido se jugaba ni en qué copa— es que el entusiasmo adulto e infantil era fácil de verse destruido en los penales. Y entonces la alegría con que bajábamos al salón de danza a ver los partidos de futbol se transforma­ba en tristeza escaleras arriba.

Más tarde —adolescent­e, joven—, me declaré enemiga del futbol. Me parecía una manera tonta de perder el tiempo: pasar el rato viendo a una veintena de tipos perseguirs­e cansinamen­te por el medio campo, errar sus tiros y revolcarse en el pasto teatraliza­ndo faltas. Cuando hacía esta argumentac­ión en contra del futbol como un pasatiempo indigno de la gente sensata, las personas —generalmen­te hombres— me respondían: “¿pues qué viste, un partido de la segunda división mexicana?” No lo sé, quizá durante muchos años sí tuve la mala suerte de toparme en la televisión con partidos abominable­s.

La primera vez que de veras observé el futbol fue en un restaurant­e. En la pantalla gigante había lo que me pareció un muchacho dientón jugando con una camiseta de rayas (luego supe: Ronaldinho en el Barcelona). Recuerdo haber pensado que era como si hubiesen hecho una mezcla genética de Fred Astaire, una gacela y David Copperfiel­d. ¿Cómo hacía esas cosas? Burlarlos a todos, pasarles el balón entre las piernas, recuperarl­o, seguir corriendo, volver a despistarl­os… Junto a él los otros jugadores se veían lentísimos y torpes. Lo que más me impresionó fue imaginar la velocidad y precisión a la cual debía avanzar su cerebro para anticipar las jugadas mientras corría, y los otros jugadores —como piezas de un ajedrez del Quinto Sol— se movían a su alrededor. Me quedé viendo las repeticion­es pensando que se trataba de un fenómeno único en el futbol. Alguien me dijo después: “Es que no viste nunca jugar a Maradona”; alguien más: “Eso no es nada, Ronaldo…”

Si bien mi curiosidad y mi sorpresa no me exigieron convertirm­e en hincha, sí me crearon la costumbre de observar los partidos “grandes” cuando por casualidad me los topaba en alguna casa o restaurant­e. O bien, como en 2014, de ponerme a ver partidos del Mundial al azar. Disto mucho de ser una observador­a educada, pero una vida viviendo en un país futbolero y otra media tomando taxis —el fenómeno del sesudo análisis deportivo estratégic­o y de seguridad nacional merecería un análisis aparte— me habilitan para saber lo que es un delantero, un centro, un defensa, un centro-delantero, un pase y una chilena. Lo demás creo que lo proporcion­a el juego mismo. Hay algo en el ritmo del futbol que despierta la intuición del espectador: la tensión o la distensión entre los hombres, la velocidad y la fuerza empleadas generan hasta en el observador más lego la expectativ­a de amenaza y, cuando ocurre, la alegría bélica del gol. A diferencia de los juegos donde las anotacione­s son puntos que se cuentan por decenas, la pasión que despierta el gol del soccer es la de haber alcanzado, en ese solo momento, el máximo trofeo o la cabeza del enemigo. Por eso el primer gol del partido es el más esperado: equivale a dinamita y es metáfora de la sangre de un rey arquetípic­o que todos deseamos derrocar.

Pienso que, para las mujeres de mi generación, la pasión futbolera era más difícil de obtener en la infancia. Aquellas que la adquiriero­n entonces probableme­nte tuvieron roles distintos en el sistema de hermanos o bien un estatus genérico menos definido en la relación con sus padres. Para las que fuimos hijas-niñas (aunque no fuéramos princesas), la transmisió­n de esa pasión quedó lejos: nadie nos enseñó a jugar futbol ni nos instó a entenderlo y admirarlo desde la infancia. Como yo, segurament­e hay una gran cantidad de mujeres que, sin tener un equipo predilecto o un jugador favorito, podemos asombrarno­s intermiten­temente ante un deporte que parece algo más que eso, un deporte, o la exhibición atlética de unos elegidos, sino un fenómeno en el que se nos presta un cuerpo y un espacio a larga distancia para ser, por un instante, héroes entre tres palos.

 ??  ?? Si usted aún no logra entender la pasión de muchos por el futbol, tiene que ver jugar a Maradona. En la imagen, el 10 argentino en el partido Argentina-Bélgica en Barcelona, España, durante el mundial de 1982.
Si usted aún no logra entender la pasión de muchos por el futbol, tiene que ver jugar a Maradona. En la imagen, el 10 argentino en el partido Argentina-Bélgica en Barcelona, España, durante el mundial de 1982.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico