El Universal

Ricardo Raphael Severiano durante

- el Jueves de Corpus

Severiano Sánchez se salvó de milagro. Pudo ser una de las 120 víctimas del Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971. Aquel día le tocó ser uno de los organizado­res de la macha que partió del Casco de Santo Tomás, con rumbo al Monumento a la Revolución, donde iban a participar más de diez mil estudiante­s.

Severiano tenía solo 21 años y creyó, con ingenuidad, que el gobierno encabezado por Luis Echeverría Álvarez no iba a repetir la represión sufrida tres años antes, en la Plaza de Tlatelolco.

Recuerda que el contingent­e con el que marchaba llegó hasta Circuito Interior y que un grupo de choque, vitoreando falsamente al Che Guevara, se les vino encima. Los primeros halcones no traían armas y por eso los estudiante­s politécnic­os lograron repeler la agresión.

Pero el segundo asalto fue distinto: a la altura de las calles Sor Juana Inés de la Cruz y Amado Nervo los agentes disfrazado­s del gobierno sacaron armas M1 y M2 y dispararon contra los jóvenes.

Severiano fue testigo de la caída de varios de sus compañeros: “unos recibieron tiros en la cabeza, otros en el pecho y la mayoría en las piernas”.

Entonces echó a correr hacia el Metro Normal. No podía creer que la masacre estuviera repitiéndo­se. Asegura que, desde las azoteas, había francotira­dores disparando libremente contra sus compañeros. Él enfureció y tomó un ladrillo suelto para arrojarlo. Antes de lograrlo una bala le entró por el pecho, atravesó su pulmón derecho, salió por la axila, volvió a ingresar por el brazo, rompió tendones y finalmente rebotó contra el asfalto.

Asegura Severiano que, antes de percibir dolor, sintió furia por no poder continuar en la marcha. Con dificultad se introdujo en una calle lateral al Metro Normal y pidió ayuda a unos vecinos.

Una mujer avergonzad­a le ofreció agua, pero le impidió que entrara a su casa. Severiano no lo tomó a mal: recordaba cuán terrible había sido la suerte de las familias que refugiaron a los estudiante­s perseguido­s durante la masacre de Tlatelolco, en 1968.

Recostado contra un poste comenzó a sentir la sangre que subía hacia su boca. En ese momento pensó, por primera vez, que podría morirse.

Para fortuna suya un compañero lo halló postrado y fue a buscar un vehículo para sacarlo de ese campo de guerra. Todavía consciente subió a la parte de atrás del carro y se escondió bajo un abrigo prestado. Rodeando en forma de laberinto, el amigo llevó a Severiano hasta la colonia Polanco, para ingresarlo en la Cruz Roja.

El último recuerdo que tiene, antes de perder el conocimien­to, fue el choque de la camilla donde lo subieron, contra una puerta del hospital.

Esa noche lo intervinie­ron y gracias a ello sobrevivió. Sin embargo, al día siguiente supo que grupos de halcones fueron a buscar jóvenes heridos a la Cruz Roja, porque tenían instruccio­nes de eliminar toda evidencia de la matanza. Según la enfermera que lo atendió, cuando los agentes del gobierno lo vieron en tan mal estado, decidieron dejarlo morir en ese hospital.

Mientras Severiano Sánchez salvaba la vida otros compañeros suyos, que habían sido transporta­dos al hospital Rubén Leñero, fueron rematados en el quirófano por los mismos asesinos que les hubieran ametrallad­o desde las azoteas de la avenida Tacuba.

Severiano era entonces un muchacho flaco de unos 68 kilogramos; cuando volvió a ponerse en pie pesaba 48 kilos. En un hospital privado le reconstruy­eron los tendones del brazo, desinfecta­ron la herida de bala y pasó varias semanas de terapia para recuperar la capacidad pulmonar.

Aquel jueves 10 de junio de 1971 algo fundamenta­l se rompió en la columna moral de la sociedad mexicana: los jóvenes de la generación de Severiano confirmaro­n que la masacre de Tlatelolco no había sido un episodio aislado, sino el resultado de una práctica de exterminio que se volvió sistemátic­a por parte del régimen.

ZOOM: la masacre del Jueves de Corpus, hace cuarenta y siete años, ha sido injustamen­te tratada por la memoria. Y, sin embargo, entre víctimas y desapareci­dos, más de 120 personas fueron atacadas brutalment­e por el Estado mexicano. Todavía no hay un memorial que permita a las víctimas descansar en paz, porque el modus operandi nacido en aquellos años, con variacione­s y adaptacion­es, continúa asesinando jóvenes mexicanos.

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