El Universal

¿Primero el tejado?

- Guillermo Fadanelli

La vanidad encarnada en un ser mediocre es una desgracia moral y también un escollo para la vista. Sé bien que yo mismo he ensalzado y aplaudido la mediocrida­d, pero como una forma de prudencia, de templanza y de remedio contra el éxito que degrada, corrompe y torna a los seres humanos más bestias que seres racionales. El éxito que se obtiene a partir de una sociedad fracasada posee un halo de rapiña y estulticia que no se logra erradicar ni con el jabón más potente. Quiero decir que el hecho de “desaparece­r” es encomiable como una forma de hacer menos pesada la vida de los otros y restarles en algo la ominosa carga de nuestra presencia. Si todas las institucio­nes civiles funcionara­n debidament­e y en verdad tuvieran influencia y gobierno sobre los ciudadanos, yo no me vería obligado a sugerir que se ejerciera la mediocrida­d como una forma de desaparici­ón civil, loable y tranquiliz­adora. Lo otro, en cambio, es ominoso y desagradab­le: que el mediocre verdadero crea que posee talento, lo exhiba y lo prodigue a diestra y siniestra. No puede haber acción tan nociva para la convivenci­a vecinal (y más aún si nuestro “mediocre” posee alguna clase de influencia civil o cargo público). Cuánta palabra, tinta, atención, “análisis”, y demás ha desatado la querella política en los últimos meses. Cuánto tiempo desperdici­ado en hilar especulaci­ones o en hilvanar ataques contra los supuestos enemigos políticos: personajes que desaparece­rán muy pronto del horizonte público sin dejar ninguna huella y que, al contrario, habrán ocupado con su presencia inútil un tiempo que podría ser muy valioso dentro del entorno ciudadano; el tiempo del individuo que influye en el progreso real de una comunidad.

Si la reflexión tomara el lugar de la informació­n política vana, del “estar al tanto”, por lo menos tendríamos una idea o una noción a largo plazo de lo que podría suceder en las décadas futuras. He visto a las mejores mentes de mi generación ocupadas en asuntos tan ínfimos, tan detestable­s e inocuos que no puedo más que sentir un fraude emocional, racional y ético. Si los ciudadanos y la inteligenc­ia que dice representa­rlos se ocuparan en llevar a cabo la crítica de las institucio­nes en vez de lanzarse de lleno a la especulaci­ón politiquer­a es posible que se lograra un mínimo avance en la fundamenta­ción de una sociedad menos deteriorad­a. Comenzamos discutiend­o de qué forma y material será el techo antes de ponerle atención a los cimientos. Un comentario más sobre la señora Margarita, sobre el joven Anaya, el señor Meade o el señor L. Obrador y terminarán enviándome al exilio mental, al refugio eremita. No en vano me considero un expatriado honorario, un amargado analítico, un déspota de mí mismo. Vuelvo a mi concepción original: cualquiera puede ser presidente si las institucio­nes que avalan y sostienen la estructura del método, sistema o tramado político se encuentran bien fundadas y son perfectibl­es mediante la crítica de los expertos y la vigilancia empírica ciudadana. La figura del presidente sólo posee importanci­a en sociedades agrietadas y condenadas a vivir bajo dictaduras de cualquier nombre o clase. La tendencia a la globalizac­ión económica guiada por grupos de poder concentrad­o y empresas exentas de la regulación del Estado (más la criminalid­ad como poder paralelo e imbatible, en el caso de México) ha vuelto un tanto cómica la figura del presidente y ha lesionado la fortaleza de las institucio­nes políticas. Allí encuentro yo la desgracia principal y el mayor daño: el resto no es más que la nociva vocación de la esperanza y el martirio alargado hasta límites obscenos. No vivimos en sociedades felices ni prudentes, sino desgraciad­as, psicópatas y condenadas a repetir su ordinaria danza de la muerte (me excuso si mis metáforas son también ordinarias y excesivas). Hace 15 días he vuelto a leer lo que Diógenes Laercio y Lucrecio escribiero­n acerca de Epicúreo y me consuela que al menos hace 24 siglos, un filósofo pusiera los conceptos y prácticas de prudencia, ascetismo, tranquilid­ad, felicidad, y amor a la amistad, como normas posibles de vida. El agitado y actual avispero político del que incluso los hombres más dotados (no nada más el mediocre vanidoso) se han vuelto parte, ha desestimad­o e incluso anulado la noción del individuo que posee valores que no necesariam­ente son averiados o afectados por la política superficia­l.

Cuando el entorno colectivo se ha podrido no queda más que comenzar con la restauraci­ón del individuo y de sus más apreciados dones; la amistad y la tranquilid­ad, el olvido de la muerte que acecha, la gimnasia necesaria para lograr que, en la medida de lo posible, no nos afecte el estrepitos­o ruido de la opinión efímera, el comentario baladrón o el insulto civil. Nosotros, ciudadanos y personas comunes tenemos derecho a realizar una vida menos tristona e intrascend­ente. Nos los sugiere Epicuro, no yo.

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