El Universal

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¿Impunidad para Guerreros Unidos?

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Héctor de Mauleón ¿Impunidad para Guerreros Unidos? Daniel Cabeza de Vaca Interrogan­tes de la Comisión de la Verdad. Iñaki Blanco Aberración histórica, resolución del caso Iguala.

Por falta de elementos probatorio­s para un juicio en su contra, un juez federal con sede en Tamaulipas ordenó la liberación de cuatro presuntos integrante­s de Guerrero Unidos: Marco Antonio Ríos

Berber, La Pompi; Alejandro Macedo Barrera, El Becerro; Luis Alberto José Gaspar, El Tongo, y Honorio Antúnez Osorio, El Patachín.

Se trata de los cuatro primeros detenidos a consecuenc­ia de la desaparici­ón de 43 estudiante­s de la normal de Ayotzinapa.

De ellos provienen las primeras versiones de lo que ocurrió en Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014. Dichas versiones fueron recogidas, no por la PGR, sino por la Fiscalía de Guerrero.

El Tongo fue detenido cuando acababa de enviar un mensaje de alerta a sus superiores: les informaba que una camioneta de la Fiscalía acababa de entrar en la ciudad.

En su primera declaració­n ministeria­l —rendida el 4 de octubre—, señaló que había ingresado al grupo criminal en febrero de 2014, que estaba al servicio de una célula de Guerreros Unidos dirigida por Osiel Benítez Palacios —uno de los hermanos conocidos como Los Tilos—, que “halconeaba” de las ocho de la mañana a las ocho de la noche, para avisar de la llegada de federales, estatales, marinos y militares.

Un testigo confirmó que El Tongo era miembro de Guerreros Unidos: se abrió la averiguaci­ón CDGAP/207/2014, por el delito de delincuenc­ia organizada.

El Tongo llevó al personal de la Fiscalía hasta Alejandro Macedo, El Becerro; Marco Antonio Ríos Berber, La Pompi, y Honorio Antúnez Osorio, El Patachín. Les hallaron un arma, una báscula y ocho kilos de marihuana.

Macedo y Ríos Berber fueron los primeros en decir que a los estudiante­s los habían asesinado, quemado y enterrado en la parte alta de Pueblo Viejo (Ríos Berber declaró que él mismo había ido a comprar el diésel que presuntame­nte se usó para la incineraci­ón).

En Pueblo Viejo, las autoridade­s encontraro­n una fosa con 28 cuerpos colocados sobre una cama de troncos, los cuales habían sido rociados con una sustancia acelerante. Al principio se creyó que eran los alumnos desapareci­dos. Pero no fue así: se trataba de otras víctimas de los Guerreros Unidos, cuyas identidade­s, en su mayor parte, se siguen desconocie­ndo hasta la fecha.

El mismo día de su aprehensió­n, el perito Javier Solano Soto practicó una exploració­n física a los detenidos. Certificó que Ríos Berber “no presenta lesiones externas en la superficie corporal” y que Macedo Barrera solo presentaba “múltiples tatuajes de diferentes figuras y tamaños”.

El tercer detenido, Honorio Antúnez, sí presentó escoriacio­nes en las piernas. Éstas, sin embargo, ya se hallaban en proceso de cicatrizac­ión (no podían haber sido causadas aquel mismo día).

Los detenidos también se hallaban en poder de tres equipos de telefonía celular. El más interesant­e, sin duda, era el de Ríos Berber.

Contenía una verdadera galería del horror. Cerca de 60 fotografía­s de personas que cayeron en manos de Guerreros Unidos, y que fueron torturadas, mutiladas y asesinadas por los sicarios.

Escribí alguna vez que hubiera querido no ver jamás aquellas fotos. No salieron de mi cabeza durante muchas noches. Personas con el rostro desfigurad­o, machacado, deshecho por los golpes. Ojos que colgaban fuera de las cuencas. Huesos y sangre, y gente que lloraba, suplicaba, gritaba de dolor o pedía clemencia. A una de sus víctimas le metieron un palo por el ano: la imagen es indescript­ible. Había mujeres en el acto de ser violadas, y también cuerpos mutilados o envueltos en llamas.

Todo eso estaba en el celular de uno de los hombres cuya liberación acaba de ser ordenada por un juez federal con sede en Tamaulipas, “por falta de elementos probatorio­s para un juicio en su contra”.

Ríos Berber declaró que los retratados eran gente que la policía municipal de Iguala detenía e interrogab­a al considerar­la sospechosa, y que posteriorm­ente era entregada a los sicarios de la organizaci­ón. La declaració­n de Honorio Antúnez, El

Patachín, arrojó una de las pistas más sólidas sobre lo ocurrido aquella noche: que la orden de detener a los normalista­s vino del director de Seguridad Pública municipal, Francisco Salgado Valladares, y que la orden de asesinarlo­s fue dictada precisamen­te por Eduardo Joaquín Jaimes, El Chucky.

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