Familia Increíble vuelve a animar
La segunda parte del filme de Brad Bird hace de la vida familiar cotidiana toda una aventura
La fatiga del dominante género de superhéroes satura una parte sustancial de la reciente producción cinematográfica.
Entre las opciones para renovar el género está la animación. Lo confirma Los increíbles 2
(2018), sexto filme, divertido, escrito y dirigido por Brad Bird, que recupera a la exitosa familia de Los increíbles (2004, Bird). Lo interesante de la nueva historia está en la inversión de roles: papá Parr, sr. Increíble, se queda en casa cuidando al inquieto bebé Jack Jack, debido a que Elastigirl, mamá Parr, debe trabajar.
El filme, tras su sencilla anécdota, que empieza justo en la conclusión de la primera parte, es profundo. La habilidad de Bird como argumentista demuestra cuán atento está a las tendencias cinematográficas; comprende qué sucede con el género de superhéroes. Por eso reafirma la necesidad de captar la vida hogareña de la familia Increíble con trazos visuales y acciones notables.
Tema recurrente en los universos de la dupla DC-Marvel es que el superhéroe entraña un peligro. Si bien no se ha explorado del todo, en esta cinta animada es esencial, porque plantea los detalles de la vida cotidiana de esta peculiar familia.
La trama tiene las suficientes situaciones cómicas para entretener al espectador sobre la convivencia familiar, las dificultades del heroísmo y las condiciones no del todo óptimas para personajes singulares en el mundo actual. Aborda con agudeza crítica la sobresaturación del superhéroe sin renunciar a crear una familia de los mismos. Familia en la que importa la complicidad fraterno-filial, el
placer de la amistad y la empatía con el mundo contemporáneo.
El filme de Bird está entre los mejores animados recientes. No es menor el logro en industria que mucho se repite, excepto en la animación, donde un filme como éste es, cierto, increíble.
Determinadas historias del viejo Hollywood resurgen con tintes de nostalgia; pretenden recuperar el glamur perdido de su época dorada y, tal vez, más humana. Esto se nota en Las estrellas de cine nunca mueren (2017), octavo filme, su mejor a la fecha, del irregular Paul McGuigan, con más tablas en la televisión. Basado en las memorias del actor Peter Turner (Jamie Bell), trata la intensa relación sentimental que éste, entonces de 26 años, mantuvo con la estrella Gloria Grahame (Annette Bening), quien murió en 1981 a los 57 años de edad.
El guión de Matt Greenhalgh detalla los años finales de la diva que brilló con intensidad en los 1950 —ganando un Oscar por Cautivos del mal (1952)—, y su relación con el británico aspirante a actor y su familia. Para el momento en que se conocieron la actriz padecía un devastador cáncer. A pesar de ello hizo varios papeles secundarios previos a su último filme Más allá del terror (1981), un churro.
El filme cuenta lo más dramático de esa estación final de Grahame, su romance y ruptura al límite. El tono romántico funciona como de amantes malditos. El tema de fondo, que se alude con incomodidad, es cómo una estrella fracasa, tanto profesional como vitalmente. Perseguida por su pasado (el escándalo con su cuarto esposo, Tony, hijo de su segundo marido Nicholas Ray), es un estado de ánimo que impregna su relación con Turner.
Historia de papeles invertidos, McGuigan la aborda con solvencia, hasta cierto punto, dejando sueltas situaciones sobre el fracaso en la tormentosa vida sentimental de Grahame. Fracaso que se transmite al filme mismo y su conmovedora, incluso tierna tristeza de romance agridulce.