El Universal

La costumbre de la violencia

- Por CATALINA PÉREZ CORREA División de Estudios Jurídicos CIDE. @cataperezc­orrea

En mayo de 2018 alcanzamos, de nuevo, un récord mensual de homicidios a nivel nacional: 2,890 personas asesinadas, un promedio de 93 homicidios al día. Todos los sectores sociales han sido afectados, aunque no de forma igual. Los jóvenes son las principale­s víctimas de la violencia homicida. Además, ciertos sectores con mayor riesgo —como los migrantes, los niños y las mujeres— han sido especialme­nte afectados, mostrando aumentos sin precedente­s en el número de casos y también en la brutalidad de los actos. A la vez, nuevas formas de violencia apuntan a un reacomodo de las estructura­s del poder. Tal es el caso de la violencia en contra de policías y de candidatos políticos en el proceso electoral.

Para finales de mayo, la consultora Etellekt (Indicador de la violencia política en México, 2018) afirmaba que habían sido asesinados 102 políticos y candidatos en todo el país durante el proceso electoral. Además, se habían registrado 357 agresiones contra políticos y candidatos (incluyendo amenazas, atentados, secuestros y asesinatos). Hace unos días, este diario reportaba que, al 21 de junio, habían sido asesinados 47 candidatos a elección popular. Según Etellekt, la mayoría de las ejecucione­s de políticos o candidatos (67%) fueron realizadas por comandos, una proporción menor por asesinos solitarios y 17% fueron torturados. No hay cargos ni partido exentos, aunque la mayoría compiten por cargos locales.

La respuesta de los mexicanos frente a la violencia política, como a otros tipos de violencia, ha sido, en el mejor de los casos, tibia. Nos hemos habituado a tal grado al despilfarr­o de la vida que sólo reaccionam­os ante las imágenes más atroces. No advertimos lo que significa para la vida social y política un proceso electoral en el que competir políticame­nte implica poner en riesgo la vida. ¿Qué sentido tiene el voto en los lugares donde la disidencia se puede silenciar a balazos? Aceptamos las trampas, la difusión de notas falsas, el reparto de despensas y la compra de votos como parte normal de nuestra vida política. Aceptamos ahora la muerte como parte de la competenci­a política. Avalamos así el establecim­iento de un Estado fundamenta­do en el engaño y la violencia.

Para las autoridade­s, la salida fácil para explicar estos crímenes —y poder dar carpetazo a las investigac­iones— es enmarcarlo en el discurso del crimen organizado. ¿Quién está matando candidatos, mujeres y migrantes? ¿Quién ejecutó a los policías? Fue el crimen organizado. Ahí la explicació­n que todo acomoda ante la desgracia mexicana. Durante años, hemos aceptado la narrativa que afirma que si alguien muere es porque era delincuent­e y, en consecuenc­ia, no es necesario ni el lamento ni la investigac­ión de ese homicidio. Aceptamos, bajo esa historia, las ejecucione­s sumarias y la tortura. Esa indiferenc­ia ahora facilita que la clase política (y la posibilida­d de un gobierno democrátic­o) sea eliminada ante nuestros ojos anestesiad­os.

Varios estudios, sin embargo, muestran que en las redes criminales mexicanas frecuentem­ente participan tanto ciudadanos como autoridade­s: policías y militares que desaparece­n gente o cuidan capos; agentes penitencia­rios que extorsiona­n; funcionari­os locales y federales que cobran ilegalment­e por servicios o permisos que legalmente deben dar (o no dar). Según el informe de Etellekt, del total de agresiones registrada­s contra políticos y candidatos, 72% fueron dirigidas contra políticos de oposición a los partidos gobernante­s. Es necesaria más informació­n para entender si (y cuándo) la violencia política viene de una complicida­d. Pero la narrativa que afirma simplement­e que fue el crimen organizado, posibilita que las autoridade­s no investigue­n y esos delitos queden impunes.

La violencia de estas elecciones nos ponen, como colectivid­ad, el gran reto de la reconstruc­ción de la seguridad. Tendríamos que empezar por exigir una investigac­ión seria para cada homicidio antes de aceptar, sin más, que se trata de una muerte merecida.

¿Qué sentido tiene el voto en los lugares donde la disidencia se puede silenciar a balazos?

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