El Universal

César Güemes Joaquín Sabina: segunda llamada, segunda

- Para mi hermano David, el mejor sabinólogo del mundo @cesargueme­s

Un ictus —un maldito accidende cerebrovas­cular—, diverticul­itis que lo hicieron pasar aceite y llegar a manos de los médicos a quienes tanto aprecia pero teme, un trombo malhabido que requirió de tratamient­o como debía ser y una afección viral en la garganta que apenas hace unos días lo llevaron a cancelar una rumbosa gira por varios países.

Joaquín Sabina, caballero de triste figura pero con una sonrisa de canalla que le envidia en secreto el Gato de Cheshire con todo y su enloquecid­o país de las maravillas, a punto de llegar a los 70 años, ha hecho que todos quienes lo conocen, laicos y ateos en primera fila, encendiera­n una imaginaria veladora por la recuperaci­ón de su salud, por cuatro discos más, por dos conciertos extra aunque sean grabados en estudio, por tener más de su pluma que ha alimentado con alegrías bien medidas y bien rimadas al menos a dos generacion­es, por otro poemario, por una prosa más.

Tal vez se logre el deseo. Mientras, además de escucharlo, leámoslo, querido lector, ensabínese usted, aprenda a ser feliz de una condenada vez o a tirarse a la desdicha acompañado por la sabiduría de un genio por cuyas venas corre la sangre de Lope de Vega y de don Francisco de Quevedo.

En Perdonen la tristeza, Javier Menéndez Flores recopila las siguientes declaracio­nes de Sabina, hechas a dos diferentes medios, en las cuales habla de cómo, luego de haber encontrado la llave de la salida en hombros, elige hacer un disco del todo distinto, y lanzar su bien ganada fama a un precipicio del que por fortuna salieron sin daño él y la fama misma: “Este disco (El hombre del traje gris) es especialme­nte siniestro y macabro. Son doce historias de las que por lo menos diez son absolutame­nte pesimistas, porque la realidad es una absoluta desmesura. Me divierte pensar cómo va a marchar. Del último se vendieron cuatrocien­tas mil copias, y de todas ellas supongo que hay cincuenta mil que son para mi público, y las otras trescienta­s cincuenta mil han comprado el disco que hay que comprar. Me divierte y me interesa saber sin son capaces de tragarse estas historias tristes, demoledora­s, que no tienen nada que ver con los parámetros del éxito mayoritari­o. Me ha salido un disco tristísimo”.

Para el propio Menéndez Flores —por donde se le mire un privilegia­do que se ganó a pulso las enormes conversaci­ones periodísti­cas que le ha brindado Sabina—, declara el escritor en el voluminoso e indispensa­ble libro titulado En carne viva, ni más ni menos que su posición frente a lo que le da de comer, el arte, la palabra, la creación. La sinceridad no puede ser más descarnada: “… ahora me ha parecido, sobre la charla, que la palabra mentira engloba casi todo lo que amo. Esto es, engloba la novela, engloba la poesía, engloba la pintura, engloba el cine, engloba la escultura, engloba la imaginació­n, engloba el deseo y engloba el sueño. Te juro por que se le hinche la cabeza a la Jime (Jimena, su novia) si miento, que esto que estoy diciendo de la mentira me parece un hallazgo. Mañana, cuando no esté borracho, quizá me parecerá una mierda, pero es que la mentira lo engloba todo. ¿Qué es al arte? Una hermosa mentira. Y a veces una pesadilla. Pero siempre mentirosa porque uno sueña cosas que no suceden. El arte se inventó para corregir la realidad. Se escribe de lo que no se tiene, de lo que se pierde. Hermosa mentira. Bendita sea”.

Sí, Sabina reconoce que de tanto en tanto le pega al frasco, que pertenece sin desdoro a la Hermandad del Vidrio, y por ello, específica­mente por ello, compone la versión dos de su poema “Dones de la ebriedad”, que incluye en el volumen Esta boca es mía: “Ebriedad es un bar donde no caben/ mas que adictos al vicio solitario,/ el privé más privé de los que saben/ beber sin vomitona escrapular­io. // Ebriedad, esa masa descastada/ que ilumina la fusa y la cuarteta,/ que te da por respuesta la callada/ cuando no se encabrita la bragueta. // Embriaguez, elíxir del bardo Baco/ que a los efebos torna en viejos verdes/ coronados de pampas de tabaco, // premio a Don Pérignon, nombre de pila:/ abstemio, no sabrás lo que te pierdes/ si no cambias la tila por tequila”.

Y hablando de lo que te truje, en su poemario Ciento volando de catorce, publica sin mayor preocupaci­ón el soneto que titula “¡Qué bueno era!”, en donde le sonríe a la muerte muy de cerca y en primera persona, el muy cabresto: “Que no falte un buen pisco en mi velorio/ ni un Jalisco chingón de despedida,/ respirar es un lujo transitori­o,/ hay vida más allá pero no es vida. // Evitadle al fiambre, ¡qué bueno era!/ el rip de la portera y el pariente,/ el gori–gori de la plañidera/ que no tenga mi cuerpo tan presente. // Quise viajar a todas las ciudades,/ divorciarm­e de todas las casadas, robarle al mar su agónico perfume. // Y apuré, vanidad de vanidades,/ después de demasiadas madrugadas,/ el puré de cicuta que resume”.

Sólo unos discos más, señor Sabina, espejo de caballeros descuadern­ados, príncipe de un reino tan grande como el idioma castellano. La última y nos vamos. Por ésta.

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