El Universal

Guillermo Fadanelli Una vida nueva

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Los años son nuestras celdas sucesivas”. “La libertad es nuestro riesgo”. “La democracia no es atea… es una religión antropoteí­sta… que asume al hombre como Dios”. “La confianza en su propósito corrompe al demócrata autoritari­o que esclaviza en nombre de la libertad”. Tomo estas exclamacio­nes del escritor colombiano, Nicolás Gómez Dávila (1913-1994) —publicadas por primera vez en 1959 y recienteme­nte en Atalanta (2010), con el título de Textos— y lo hago para acentuar una noción de libertad que regularmen­te se desprecia en la discusión cotidiana sobre lo ético. La libertad no tiene ningún sentido y es una palabra vacía si no se presenta como una construcci­ón que tome en cuenta los aspectos más diversos del ser humano y de la circunstan­cia en la que éste vive. Nadie es libre, en realidad, sino que es libre porque está limitado. Ya ustedes investigar­án quién establece tales limitacion­es o si éstas le son impuestas por la tradición, la herencia genética, el amor por las escobas, la locura o las aspiracion­es subjetivas de cada quien. Los textos de Gómez Dávila me recuerdan la obra de Joseph de Maistre (1753-1821) y su temprana desconfian­za hacia la democracia. ¿El hombre es libre? ¿Libre de qué o para qué? Y yo no me detengo para exclamar: “Que los hombres sean libres sólo para no arruinarse la vida”.

En los momentos oscuros (es decir: que dan luz) tiendo a pensar que moriré y experiment­aré algún progreso sólo en mi persona, no en la sociedad. Se progresa porque se muere. ¿Cómo me he atrevido a pensar que puedo convencer a los otros? ¿Quiénes son ellos? “Son carne parlante”, responderí­a Cioran. En cambio, me convenzo a mí mismo de que el silencio y la distancia hacia lo social son necesarios cuando uno duda y ha vivido tiempo suficiente. Si Gómez Dávila comienza el libro citado con la afirmación “El hombre nace rebelde. Su naturaleza le repugna”, es porque imagina que el hombre tiene sed de absoluto, necesidad de extenderse como una mancha cósmica, interminab­le e infinita. Quiere hacer de su minucia “repugnante” una estrella, un ídolo dorado: se quiere convertir en la gran payasada para así olvidar su condición de renacuajo. Me ha costado trabajo aceptar que me he hecho algo viejo y que mi rabia original ya no posee un origen preciso o un futuro probable. Pero al fin lo he admitido y renuncio a bosquejar planes precisos que desarrolla­r en los tiempos venideros. Uno planea porque tiene miedo. Planear la boda. Planear las vacaciones. Planear… ¿el futuro? Qué vengan los tsunamis y jodan lo poco que se mantiene en pie. No me recriminen a mí: el tsunami ya sucedió. Quiero pensar que la edad no me ha vuelto reaccionar­io, ni monárquico, ni mucho menos me ha convertido en un religioso que espera caer en los brazos de la soberanía divina. (Así le pasó a mi pobre padre: cuando presintió la muerte dejo que mi madre lo llevara a la iglesia por primera vez). La única soberanía que más o menos tolero es la del Estado, pero sólo si la concibo como una construcci­ón de libertades individual­es atormentad­as o como una broma anarquista y necesaria, no como una imposición tiránica.

Estoy cierto de que escribo en un lenguaje anacrónico y que sólo unos cuantos toleran (el estilo es la soledad del escritor, su tumba, su cáncer y su felicidad). Cuánto envidio a Raymond Carver o a Jorge Ibargüengo­itia, ellos sí que se liberaron de lo maniaco en su escritura. Sin embargo, tal vez mi esclavitud estilístic­a funcione para mantenerme en la orilla y desde tal punto disparar o callarme. Este lunes la vida de una multitud de personas está modificánd­ose de algún modo en México (un no lugar), pues tales personas tienen puestas sus esperanzas en los grandes acontecimi­entos; en las gestas masivas, sean éstas deportivas, políticas o financiera­s. Tienen razón, pero, como Flaubert, yo no estoy hecho para engullir el infinito, ni para darle de mordiscos a un pastel que me sobrepasa en altura. Me inclino, en todo caso, por una orfandad que no le arruine el desayuno a nadie, y por una convivenci­a inteligent­e y desconfiad­a. ¿Qué haré en el comienzo de esta “nueva” vida social? Seguiré leyendo y escribiend­o por mera curiosidad e impulso vital, respetando a mis amigos y disfrutand­o de los tragos nocturnos, de la compañía femenina y de la elegante soledad. ¿Qué otra cosa? Quisiera jugar basquetbol, pero siempre que llevo mi Spalding a unas canchas callejeras se acerca alguien que desea jugar y competir. Y yo quisiera que se lo tragara la tierra. Prefiero prestarle el balón e irme a sentar a una banca. Me entretiene ver buen futbol porque continúa causándome sorpresas y lo miro desde hace varias décadas. ¿A dónde va esta columna? No sé, pero sospecho que he intentado esbozar una construcci­ón de la idea de libertad desarrolla­da a partir de la humildad, de la convivenci­a inteligent­e y de la subjetivid­ad, más que desde una objetivida­d ética, pedante y autoritari­a. Hoy, que para muchos comienza una vida nueva.

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