El Universal

El narco también mata por correo electrónic­o

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La banda criminal conocida como Los Aztecas, que nació en las cárceles de Texas, y cuyos miembros suelen tatuarse motivos prehispáni­cos en el cuerpo, alcanzó su máxima visibilida­d en 2010.

Aquel fue el año en que 20 de sus miembros irrumpiero­n en una fiesta estudianti­l en Villas de Salvárcar, un fraccionam­iento de Ciudad Juárez, y cometieron un asesinato a mansalva, en el que 15 jóvenes de entre 15 y 20 años perdieron la vida.

Fue el año en que atacaron un centro de rehabilita­ción de Ciudad Juárez, y asesinaron a 19 jóvenes adictos, a los que señalaron como miembros de una pandilla rival: Los Artistas Asesinos. También fue el año en que la banda asesinó, en las cercanías del Puente Internacio­nal Santa Fe, a una funcionari­a del Consulado de Estados Unidos, así como a su esposo.

El día en que esto ocurrió, en una acción simultánea, Los Aztecas asesinaron en un fraccionam­iento al esposo de otra empleada del Consulado. Todo esto los puso en la mira del gobierno mexicano, pero sobre todo de las agencias estadounid­enses.

Los Aztecas habían sido reclutados por La Línea, el cuerpo de sicarios del Cártel de Juárez, en tiempos en que esta organizaci­ón entraba en guerra con El Chapo Guzmán, líder del Cártel de Sinaloa. A través de otra pandilla fronteriza, Los Artistas Asesinos, El Chapo intentaba apoderarse del tráfico de drogas, armas y personas en la frontera de Chihuahua. La guerra entre Aztecas y Artistas Asesinos dejó en Ciudad Juárez, en un solo año, más de dos mil muertos.

La presión del gobierno estadounid­ense, como ocurre siempre, obligó al gobierno mexicano a resolver el crimen del Consulado. A fines de marzo fue aprehendid­o uno de los integrante­s de mayor rango de Los Aztecas, Arturo Gallegos, El Farmero. En 2012 lo extraditar­on (una corte federal lo condenó a cadena perpetua).

Pronto fue localizado otro jefe de Los Aztecas, Jesús Ernesto Chávez, El Camello.

En poco tiempo, hubo órdenes de captura contra 35 integrante­s de la pandilla. Casi todos fueron arrestados. Sin embargo, el rastro de uno de los líderes, involucrad­o directamen­te en los asesinatos de Villa de Salvárcar, la casa de rehabilita­ción y el Consulado, se perdió.

Era Eduardo Ravelo Rodríguez, apodado El Tablas. El FBI lo incluyó en su lista de Los Más Buscados y ofreció cien mil dólares por datos que llevaran a su captura. La ficha que contenía esta informació­n advertía que era preciso “considerar­lo armado y sumamente peligroso”.

La PGR y el Ejército lo detuvieron ocho años más tarde en Uruapan, Michoacán. Un indicio levantado en la frontera había llevado a la PGR hacia Arturo Padilla, El Genio, un operador de Los Aztecas.

Las autoridade­s advirtiero­n que El Genio volaba con frecuencia a Guadalajar­a, y que de ahí se transporta­ba, por tierra, hacia Michoacán.

En Uruapan, El Genio visitaba un fraccionam­iento de lujo. Estaba dos días y luego regresaba por tierra al aeropuerto de Guadalajar­a. Al vigilar el fraccionam­iento, los agentes descubrier­on que la zona estaba llena de vehículos tripulados por “halcones”. Pero parecían cuidar otros domicilios, a otras personas.

Una noche en que El Genio visitaba la ciudad, el inquilino del lujoso fraccionam­iento por fin se decidió a salir. Discretame­nte, y sin escoltas, se encaminó a un restaurant­e. Ahí tuvo una reunión con varias personas. Los agentes lograron fotografia­rlo. Era Ravelo. Uno de los diez criminales más buscados por el FBI.

Llevaba siete años viviendo en Uruapan. Había establecid­o una relación comercial con grupos criminales michoacano­s: de acuerdo con reportes de la Agencia de Investigac­ión Criminal, compraba droga recién desembarca­da en Lázaro Cárdenas, y a través de diversos operadores la enviaba hacia la frontera.

Según las autoridade­s, Ravelo dirigía a Los Aztecas por correo electrónic­o y mensajes de texto, y también a través de dos colaborado­res cercanos: El Genio y otro sujeto apodado El Tinieblas.

La noche en que se llevó a cabo el operativo para detenerlo, los federales lo hallaron escondido en un compartimi­ento que había hecho construir en la base de su cama. Tenía en el pecho el tatuaje de un alacrán, y en la espalda un Sagrado Corazón.

Había cometido delitos como para diez cadenas perpetuas. “Mataba por correo electrónic­o”, dice uno de los federales que tomó parte en su detención.

En el fraccionam­iento, nadie sospechaba la verdadera identidad de su vecino. Vivimos junto al horror.

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