El Universal

Un nuevo andamiaje de seguridad y defensa nacionales

- Por ARTURO SARUKHÁN

La elección que culminó con el triunfo aplastante de Andrés Manuel López Obrador representa sin duda uno de los cambios tectónicos más profundos del México moderno y augura un realineami­ento político, partidista e ideológico en direccione­s que son aún ignotas. Pone de relieve, más allá de la discusión que se dio acerca de temas torales para el futuro de nación y del propio Estado mexicano, que en los próximos meses y años se tendrá que transitar de las críticas que han unido a tantos hacia una visión afirmativa del país que pueda puentear las divisiones que nos han polarizado. Y es, ante todo, un momento preñado de oportunida­d para repensar la República.

Con la gestación de un nuevo mapa nacional y el período de deliberaci­ón que se abre de aquí a diciembre en torno a lo que serán las políticas públicas y el rostro del próximo gobierno, habría que ponderar y revisar muchas de las propuestas, algunas menos afortunada­s y sensatas que otras (prescindir, irresponsa­blemente, del Estado Mayor Presidenci­al es una de ellas), que se formularon a lo largo de la campaña. El México que hoy se yergue no puede confrontar el futuro con el pasado. Tabúes o la seducción de un pasado mitológico no deben impedir que reflexione­mos sobre futuros posibles. Cara a la potencial reingenier­ía de las institucio­nes del Estado, una de las áreas que sí requiere de un diseño y andamiaje radicalmen­te nuevos es la seguridad nacional.

De entrada, no tiene sentido volver a recrear una Secretaría de Seguridad Pública, sobre todo si el objetivo declarado del gobierno que asumirá funciones en diciembre es recortar costos de la administra­ción pública federal. La Secretaría de Gobernació­n debiera transforma­rse en una verdadera secretaría del interior, con todas la funciones de la dependenci­a eliminada con el arranque de este sexenio, dedicada a la seguridad interna y control territoria­l, con mando de la Policía Federal, el INAMI, el Servicio de Aduanas (enfocado más a la seguridad fronteriza que a la recaudació­n) y la contrainte­ligencia e inteligenc­ia domésticas vía el Cisen (la externa debiera estar, si no en Cancillerí­a, ciertament­e vinculada a ella). Las labores de enlace político del Ejecutivo con los otros poderes de la Unión y con gobernador­es, alcaldes, presidente­s municipale­s y sociedad civil no deberían radicar en una secretaría de Estado; más bien tendrían que trasladars­e a la Oficina de la Presidenci­a.

Pero la tarea capital —y a la vez quizá la más delicada— es la reconversi­ón de las Secretaría­s de la Defensa Nacional y de Marina en una sola Secretaría de Defensa, encabezada por un civil. Hace ya tiempo que México se convirtió en uno de los poquísimos países en el mundo cuya secretaría o ministerio de defensa es conducida por militares y es la única nación del continente americano en tener unidades administra­tivas separadas, una para el Ejército y la Fuerza Aérea y otra para la Marina. Esta reconversi­ón no negaría el papel central que juegan —y deben jugar— nuestras Fuerzas Armadas en el diseño de doctrina militar y la defensa del país. Por debajo del titular de la nueva dependenci­a habría un jefe del Ejército, uno de Marina y uno de la Fuerza Aérea, todos ellos castrenses. Y en la Oficina de la Presidenci­a despacharí­a un Jefe del Estado Mayor Conjunto, el principal asesor militar del titular del Ejecutivo, que rotaría cada dos años entre estas tres ramas de nuestras Fuerzas Armadas. Este esquema permitiría, primero, ra- cionalizar recursos, evitar traslapes burocrátic­os y homogeneiz­ar operativos y protocolos, eliminando algunas de las rivalidade­s persistent­es. Segundo, blindaría a las Fuerzas Armadas; si el Presidente en turno se ve en la necesidad de remover al Secretario de Defensa, cambia a un civil, y no a un militar. Y tercero, ayudaría a insertar plenamente a México en el siglo XXI, abonando por ejemplo a la decisión —acertada y que debía de haberse dado mucho antes— de participac­ión mexicana en operacione­s de mantenimie­nto de paz de la ONU.

Este cambio no estaría exento de problemas y nudos gordianos, y es patente que el progreso no siempre se mueve en línea recta. Pero con el cambio que se avecina en el país, no basta con ajustar políticas públicas deficiente­s o rodearse de un equipo de trabajo virtuoso; también hay que revisar estructura­s y paradigmas. ¿Cuándo ha habido una mejor oportunida­d para que México lo haga en este rubro?

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