Acción y terror en la pantalla
En Rascacielos: rescate en las alturas , el argumento sólo da un filme de entretenimiento
Es una fórmula ampliamente usada por Hollywood: a un niño lo persiguen otros. Logra escapar trepando a un árbol. El drama está en cómo bajará de ese árbol evitando la pedriza que le preparan sus perseguidores. Este esquema es el de Rascacielos:
rescate en las alturas (2018), quinto largometraje escrito y dirigido por Rawson Marshall Thurber, autor más de comedia que de filmes de acción.
El ex soldado veterano Will (Dwayne Johnson), contratado para la seguridad del mega rascacielos La Perla, debe salvarlo porque su familia queda atrapada en él debido a que un grupo de malosos lo incendia. Will es el perseguido, el edificio es el árbol, los terroristas le arrojan todo tipo de piedras. ¿Lo logrará?
Necesita sobrevivir diversas peripecias parecidas a las de tres cintas previas, Duro de matar
(1988, John McTiernan) —donde el personaje central es también policía con esposa secuestrada por ladrones convertidos en oportunistas terroristas—;
Infierno en la torre (1974, John Guillermin) —donde el edificio imposible de ser saboteado sorpresivamente queda envuelto en llamas— y el churrazo homónimo, Skyscraper (1996, Raymond Martino) —donde la célebre Anna Nicole Smith, la heroína, actúa con idéntico interés a Dwayne Johnson—.
Con la poca originalidad que le queda al filme, Marshall Thurber trabaja un estrecho margen: crear cierta tensión emocional, exagerando las escenas hasta casi lo inverosímil, para exhibir la resistencia y persistencia del héroe, quien a pesar de su fragilidad física (tiene una prótesis en la pierna), actúa como un Súper- man al servicio de elementos exclusivamente fílmicos: la espectacular fotografía monocromática de sulfurosa calidez de Robert Elswit y el montaje hiperdinámico de Julian Clarke y Michael L. Sale.
O lo que es lo mismo, el argumento no da para mucho pero la solvencia técnica del equipo la salva como entretenimiento.
Las cintas de terror establecen cierto parámetro de realidad. Sobre todo al representar la locura, a veces necesaria, para el despliegue de la trama y los sustos de rigor. Un director con habilidad para esto es Pascal Laugier, quien en su segunda cinta,
Mártires (2008), una de las más crueles de este siglo, hizo una sádica pesadilla hiperviolenta.
Moderándose, pasó de la clasificación D a la B con la mediocre El hombre de las sombras
(2012), intento por actualizar la leyenda del Coco. Ahora, en su quinto largometraje, Pesadilla
en el infierno (2018), maneja un medio tono, entre violento y delirante; escribe una historia llena de escalofriante psicopatología donde se confunde locura con realidad.
Pauline (la misteriosa cantante Mylène Farmer) vive en casa lejos de la mano de Dios. Tiene dos hijas con traumas del pasado, la novelista de terror Beth (Crystal Reed), y la medio loca Vera (Anastasia Phillips). Sus vidas son una pesadilla delirante, una fantasía paranoica. Laugier aprovecha esto para hacer una cinta incómoda. Aunque no tan difícil como Mártires , la violencia bordea la misoginia y, como en cintas de terror similares, es reaccionaria y revolucionaria.
La contradicción de sus términos estético-dramáticos hace un filme de macabro horror al límite de lo nauseante. Laugier tiene sentido narrativo pero se le pasa la mano al tratar de hacer un homenaje al escritor H. P. Lovecraft, copiando la idea de tortura de Masacre en cadena (1974, Tobe Hooper) —con Vera en obvio parecido a la protagonista de este filme—. Sólo que lo que aquí daba miedo, Laugier lo convierte en simple morbosidad.