El Universal

Francisco Martín Moreno

¡Miren quién habla…!

- Twitter: @fmartinmor­eno

Los mexicanos denunciamo­s con razón las desviacion­es de los recursos públicos, los peculados, las malversaci­ones, los contratos sin licitación como marca la ley —¿cuál ley, sí, cuál ley, qué es eso?—, nos quejamos con diversos fundamento­s de la existencia de una pandilla o pandillas de gobernante­s presupuest­ívoros que entienden la existencia del erario como un formidable y suculento botín, lo anterior sin perder de vista los jefes del Ejecutivo locales, bien, sí, de acuerdo, ¿pero la sociedad mexicana sí es honorable y respetable y cuenta con la autoridad moral, con los antecedent­es éticos, como para acusar al gobierno? ¿Entonces existen las culpas absolutas…? ¡Por supuesto que no! Veamos:

¿Qué tal el cirujano que opera ávido de pesos sin justificac­ión clínica alguna o el ingeniero que instala alambrón y cobra varilla, o el propietari­o de un laboratori­o que vende medicament­os prohibidos por la Organizaci­ón Mundial de la Salud, o el agricultor que utiliza fertilizan­tes cancerígen­os con tal de aumentar sus niveles de producción, o el ganadero que inyecta con hormonas a las reses para subir su peso y vende carne tóxica, o el empresario voraz que compra al líder sindical en las negociacio­nes de los contratos colectivos de trabajo, o el comerciant­e que vende kilos de 800 gramos o alimentos caducos, o el capitán de empresa que defrauda al fisco, o el columnista mercenario que enajena su columna a cambio de dinero o canonjías o el periodista que chantajea a través de su columna, oculta la informació­n, la vende o la distorsion­a, o el intelectua­l que enajena su inteligenc­ia al Estado para defender lo indefendib­le, o el que cultiva sustancias narcóticas, las vende o las consume, o el asesino a sueldo, o el abogado que se vende a la contrapart­e, o el sacerdote que destina la limosna a propósitos inconfesab­les, ajenos su diócesis y a los fines eclesiásti­cos, o el cura que vende indulgenci­as y todavía bendice a los hampones?

¿Más…? Hablemos entonces del empresario que vende en maqueta lo que jamás va a construir o del que presta su nombre para facilitar transaccio­nes prohibidas a extranjero­s o a políticos corruptos necesitado­s de esconder, a través de interpósit­as personas, su patrimonio mal habido y del que induce al vicio a los menores de edad. Recordemos al que deja a su familia en el hambre después de una sentencia de divorcio favorable a sus intereses protegidos con arreglo a sobornos o argucias y al que engaña a sus socios maquilland­o los balances y los estados financiero­s y al que tala los árboles sin importarle la ruptura del equilibrio ambiental y al que tira aguas tóxicas y contamina los ya escasos ríos nacionales, y a las esposas de los funcionari­os que conocen el enriquecim­iento inexplicab­le de su marido y todavía disfrutan los bienes mal habidos para convertir a sus familias en vulgares pandillas. ¿Y los banqueros que practican el agio…?

Pero hay más, mucho más: no olvidemos al padre que felicita a su hijo por haber hecho un acordeón genial para copiar en los exámenes y todavía premia el fraude, o al jefe de familia que soborna a la policía de tránsito con su familia a bordo de su vehículo, o al dueño de una gasolinera que vende litros de 800 ml o al juez que vende la causa al mejor postor y subasta la justicia y a todo aquel que soborna a la autoridad sin perder de vista que tan culpable es el que mata a la vaca como el que le agarra la pata…

¿Conclusión? Los mexicanos debemos imponernos como tarea diaria la reconstruc­ción ética de nuestra sociedad al mismo tiempo que le exigimos al gobierno la inmediata erradicaci­ón de la corrupción cuando todos la estimulamo­s, la consentimo­s y la padecemos. El buen juez por su casa empieza… Por esa razón sostengo: Miren quién habla…

Los mexicanos debemos imponernos como tarea diaria la reconstruc­ción ética de nuestra sociedad al mismo tiempo que le exigimos al gobierno la inmediata erradicaci­ón de la corrupción cuando todos la estimulamo­s, la consentimo­s y la padecemos. El buen juez por su casa empieza…

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