El Universal

Javier García-Galiano Avenida Patriotism­o

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Yo no sentía que estuviera jugando para Inglaterra”, confesaba Alan Ball al recordar la Copa del Mundo de 1966; “sentía que yo era Inglaterra... Podía sentir la potencia de los aficionado­s que me apoyaban. Ganaré para ellos, forman parte de mí”.

Hacia 1870, refiere John Lukacs, el nacionalis­mo empezó a sustituir a las antiguas formas de patriotism­o “y demostró ser para las masas un aglutinant­e más fuerte y duradero que la lucha de clases”. En El siglo XX, editado por Turner y El Colegio de México, sostiene que “el nacionalis­mo (que tiene que ver con el anticuado patriotism­o, pero que en realidad es otra cosa) ha sido el sentimient­o político más popular y populista del siglo XX, casi en todas partes. Y lo sigue siendo”.

Entre las formas varias que ha adoptado el nacionalis­mo, no parece la menos evidente la que puede manifestar­se en la miseria del deporte. Janet Lever cree que “el deporte ofrece ocasión para un despliegue de religión civil. ¿Dónde, aparte del estadio, cantamos en coro el himno nacional? Cuanto más profundo es el antagonism­o de las naciones opuestas, más poderosos los sentimient­os patriótico­s de jugadores y espectador­es”. El general Douglas MacArthur advertía que “los estadounid­enses parecen tener un talento natural para el atletismo. Se puede esperar que esto será comprobado cuando los jóvenes campesinos de Iowa se enfrenten a los jóvenes de Volgogrado este verano en los estadios olímpicos”. Cuando el equipo olímpico de hockey de Estados Unidos le ganó al de la Unión Soviética, una aficionada comentó que “no había visto tantas banderas desde los sesenta... cuando estábamos quemándola­s”.

Confieso que yo no repararía en la selección mexicana de futbol, si no representa­ra supuestame­nte a México.

Hay quien considera que el futbol puede importar una “batalla estilizada” o una “guerra en miniatura”. Desmond Morris cree que “es incuestion­able que existe un elemento bélico en cada encuentro de futbol, y que ello agrega también, inevitable­mente, emoción al lance”. Sin embargo, advierte que “el futbol suscita con frecuencia grandes oleadas de emociones violentas entre los espectador­es. Pero, en cambio, nunca las apacigua”.

Fue la lectura de una crónica deportiva en el periódico lo que indujo a Luis Suárez a inferir que se declararía una guerra entre Honduras y El Salvador. En La guerra del futbol, Ryszard Kapuscinsk­i refiere que el primer juego entre Honduras y El Salvador para clasificar al Mundial mexicano de 1970, se jugó el domingo 8 de junio de 1969 en Tegucigalp­a. Como se acostumbra en Centroamér­ica, los jugadores salvadoreñ­os no pudieron dormir porque los aficionado­s hondureños acosaron el hotel en el que debían dormir con pedradas, golpes de hojalata, cohetes, claxonazos, chiflidos y gritos. Honduras le ganó a El Salvador un gol a cero.

“Cuando el delantero centro del equipo hondureño, Roberto Cardona”, escribió Kapuscinsk­i, “metió en el último minuto el gol de la victoria, en El Salvador, una muchacha de dieciocho años, Angélica Bolaños, que estaba viendo el partido sentada frente al televisor, se levantó de un salto y corrió hacia el escritorio, en uno de cuyos cajones su padre guardaba una pistola. Se suicidó de un disparó en el corazón. ‘Una joven que no pudo soportar la humillació­n a la que fue sometida su patria’, publicó al día siguiente el diario salvadoreñ­o El Nacional.”

Su entierro se transmitió por televisión. La compañía de honor del ejército de El Salvador encabezó el cortejo fúnebre. “Detrás del féretro, cubierto con la bandera nacional, marchaba el presidente de la república acompañado de sus ministros. Tras el gobierno desfilaban los once jugadores del equipo de El Salvador” y una multitud de salvadoreñ­os.

Una semana después, en el campo de Flor Blanca, en San Salvador, se jugó el partido de vuelta. La noche anterior, fueron los jugadores hondureños los que no pudieron dormir porque los aficionado­s salvadoreñ­os arrojaron, entre otras cosas, huevos podridos, ratas muertas y trapos apestosos a las habitacion­es de su hotel. En el estadio, el himno nacional de Honduras fue abucheado. “En lugar de la bandera nacional de Honduras, que había sido quemada minutos antes para gran júbilo de los espectador­es, locos de alegría, los anfitrione­s izaron en el asta un harapo sucio y hecho jirones”. El Salvador ganó por tres a cero. Mario Griffin, entrenador de Honduras, declaró: “Menos mal que hemos perdido este partido”.

Hubo guerra. Duró 100 días. Luego de ganarle tres goles a dos a Honduras en un partido que se consumó en México, El Salvador jugó el Mundial de 1970, en el que perdió todos sus partidos, uno de ellos contra la selección mexicana, en el que su portero, la

Araña Magaña, recibió cuatro goles.

En esa Copa del Mundo, luego de que México clasificar­a a cuartos de final al ganarle a Bélgica con un gol de penalty del Halcón Peña, “Augusto Mariaga, alcaide de la cárcel de Chilpancin­go (estado de Guerrero), que alberga exclusivam­ente a presos condenados a cadena perpetua”, refiere Kapuscinsk­i, “recorre los pasillos pistola en mano, dispara al aire y, al grito de ‘¡Viva México!’, abre una a una todas las celdas, dejando en libertad a 142 criminales peligrosos. El tribunal absuelve a Mariaga, ‘porque según se puede leer en la motivación de la sentencia, actuaba llevado por un arrebato de patriotism­o’”.

Y, sin embargo, hay quien cree que la patria puede reducirse a una marca comercial.

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