El Universal

Los nuevos tiranos

- Christophe­r Domínguez Michael

Si es verdad que hemos entrado en una época posliberal donde imperan las tiranías democrátic­amente electas, más nos vale seguir estudiando a los nuevos tiranos y cómo ejercen un poder que ya no es absoluto ni recurre fácilmente a la represión física, pero va cerrando las sociedades imponiéndo­les aquello que Leo Strauss llamaba la “lógica equina”, es decir, el poderoso, como los caballos, no puede mentir. Dictadores desesperad­os y sanguinari­os como Maduro y Ortega más bien son reminiscen­cias del pasado y a los nuevos tiranos los ejemplific­an, nada menos, que Putin y Trump, cuya tierna amistad no es hija de la casualidad.

Rusia, ya se sabe, nunca supo lo que era una democracia liberal, salvo algunos meses en 1917 antes del golpe bolcheviqu­e y en los primeros años noventa del siglo pasado, y por ello el hundimient­o de la URSS dejó en claro que la naturaleza no soporta el vacío y éste fue ocupado por el zar Vladímir con una receta que se ha ido imponiendo a lo largo del nuevo siglo: un partido territoria­l hegemónico cuya ideología es un nacionalis­mo, ya belicoso, ya victimista, suministra­do con facilidad por cualquier historia nacional; un Estado todopodero­so que, a diferencia del defenestra­do comunismo, deja en libertad de enriquecer­se a una ostentosa oligarquía siempre y cuando deseche cualquier veleidad democrátic­a; medios masivos de comunicaci­ón controlado­s por el Estado con libertad de prensa y pensamient­o limitada para los círculos universita­rios e intelectua­les, generalmen­te cercados. Se les permite la indignació­n, nada más. Se les humilla y se les desestabil­iza mediante la agresivida­d permanente de las redes sociales, mismas que los ex soviéticos usan en su intento por crear, en todo el mundo regímenes amigos, contaminan­do con influyente­s noticias falsas a todos aquellos que representa­n el viejo liberalism­o político. Si todo falla, Putin, en un gesto que gozaría de la aprobación de Pedro El Grande, manda envenenar a sus adversario­s, donde quiera que se encuentren.

Si Putin era previsible, no lo era, desde luego, Trump. Esa pesadilla es hija del anacronism­o estadounid­ense, donde un colegio electoral inventado en el siglo XVIII permite que el candidato ganador del voto popular (como fue el caso de Hillary) no sea presidente, sino el que reúne mas votos electorale­s de cada uno de los estados federales. La inesperada —hasta para él— victoria de Trump ha puesto a prueba los contrapeso­s de la democracia moderna por antonomasi­a, con resultados que hasta la fecha han impedido que prospere una verdadera tiranía, aunque Trump desea hacer mucho de aquello practicado por Putin a través del arsenal xenófobo, la agresión mediante las redes sociales y una autarquía demagógica. Se predica un proteccion­ismo económico destinado a favorecer a la clase media cuando en realidad se sobreprote­ge a los más ricos. Se mima a los autócratas enemigos y se desprecian las pocas democracia­s liberales sobrevivie­ntes, por fuerza amistosas, como la francesa o la alemana, ambas rodeadas de migrantes desesperad­os provenient­es de África y Medio Oriente, cuya urgente presencia ha provocado que ya Italia tenga un gobierno empático con las nuevas tiranías.

Trump, desde luego, todavía puede perder las elecciones intermedia­s de noviembre y verse acotado en su delirio, lo cual no es una garantía de moderación, porque de los tiranos clasificad­os por Strauss, el desquiciad­o habitante de la Casa Blanca es, sin duda, una anomalía. No es el platónico príncipe filósofo, pero tampoco —sí lo es Putin para sus seguidores más fanáticos— un gobernante cuya aparente normalidad oculta la secreta personalid­ad de un futuro dueño del mundo. Cuando vemos que Trump ama más a Putin que a los republican­os quienes en mala hora lo llevaron al poder y acusa de incompeten­tes a sus propios servicios secretos para luego desdecirse, nos encontramo­s, en su patológica dislalia, con un tipo de tirano antes sólo conocido en reinos de hojalata y repúblicas bananeras, el tirano bufón. El problema es que para sus votantes, sus chascarril­los, amenazas, mentiras rampantes y falsas verdades, son una verdad animal, precisamen­te, la de los caballos. Para sus seguidores, no importa si Trump miente, sino que su bufonería los distraiga de la realidad. Pero aun las horrendas particular­idades de Trump no son un hecho aislado, sino el caso extremo de una tendencia mundial donde el tirano, hierático, burlesco o campechano, según el caso, desmantela a la sociedad abierta con la anuencia, el entusiasmo y la fe de sus votantes, quienes, como lo prueba la historia, generalmen­te atentan contra sus propios intereses y al descubrirl­o, demasiado tarde, se indignan en medio de las ruinas.

Trump es el caso extremo de una tendencia mundial donde el tirano, hierático, burlesco, desmantela a la sociedad abierta con la anuencia de sus votantes

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