Nacionalismo, xenofobia y fanatismo: el factor migración
Vivimos tiempos convulsos. Abundan textos que buscan encontrar sentido en una serie de fenómenos a los que estamos sujetos. La personalidad y la gestión de Donald Trump, por ejemplo, han suscitado profundas reflexiones acerca de temas como El fin de la inteligencia (Hayden, 2018) o La muerte de la verdad (Kakutani, 2018). Pero no solo Trump está en las discusiones. En toda clase de regiones se puede apreciar el avance de populismos de izquierda y de derecha, la emergencia de propuestas políticas alternativas a los sistemas tradicionales. Obama lo dijo así: Nos encontramos ante “un creciente nacionalismo, xenofobia y fanatismo en Estados Unidos y en todo el mundo”. Es posible identificar un tema que se ha convertido en patrón, diría yo, en casi toda esa serie de análisis que se están escribiendo: el factor migración.
No hay una única causa del ascenso de la xenofobia, el nacionalismo o el fanatismo, ni tampoco es la primera vez que estos fenómenos se presentan en la historia o la primera ocasión en la que se pueden apreciar efectos a causa de migraciones humanas. Sin embargo: (a) nunca antes habíamos estado tan sujetos a tal cantidad de información procesada al instante; (b) nunca antes nuestros sistemas económicos y políticos habían estado tan interconectados; y como consecuencia (c) nunca antes el miedo había viajado tan rápidamente. Miedo a ser víctimas de violencia o terrorismo, miedo a que nos alcancen los problemas de los “otros”, miedo a que nos invadan las “hordas” de extranjeros y afecten nuestra estabilidad o que nos roben nuestros trabajos. Miedo a perder nuestros valores, nuestras costumbres. Frente a esas circunstancias, lo único que hace falta es un discurso convincente que proponga “soluciones” para “cuidarnos” y “protegernos”. Y si ese discurso, realmente conecta con esas emociones, es difícil que sea derrotado por estadísticas o datos que sustenten lo contrario. Ahí, en esa narrativa, cabe la idea de un muro, o cualquier medida para resguardar las fronteras y salvar a nuestros hijos de los “violadores y criminales”, o bien, para cuidar nuestra “amenazada” economía. Ahí cabe también la idea de prohibir la entrada a “todos los musulmanes”. Triunfan las narrativas que prometen fortalecer lo propio, las que juran ver, finalmente, por nuestra nación.
Sin embargo, hoy es prácticamente imposible desvincularse de este sistema global que, a lo largo de décadas, hemos creado. Pensemos solamente en la crisis de refugiados que alcanza niveles máximos en Europa en 2015 y 2016. Revisando los datos, los vínculos entre los conflictos armados de Siria, Irak y Afganistán, y esos grandes picos de refugiados, son evidentes. A ello debemos sumar la migración por causas económicas que tiene otros orígenes, pero que tampoco puede ser desvinculada del sistema global en el que vivimos. Entender eso implica asumir que es imposible resolver el fenómeno migratorio a través de muros, controles fronterizos o apelar a los valores y símbolos nacionales. Sin embargo, un análisis racional de este fenómeno no llega a las audiencias de la misma manera que el relato emocional que busca conectar con el miedo a los peligros o amenazas que “vienen de fuera”, miedo para el que ese discurso, ofrece soluciones simples: “Impide la entrada al país de todos los musulmanes”, “Que se queden todos en Turquía” o simplemente “Construye ya ese mentado muro” para frenar el terrorismo, el crimen y la drogadicción de nuestros jóvenes. ¿Quién necesita revivir a la moribunda “verdad” de Kakutani o rescatar a la “inteligencia” de Hayden?