El Universal

La redención de Manuel Bartlett

- León Krauze

Andrés Manuel López Obrador ganó la Presidenci­a de México gracias a dos décadas de perseveran­cia, una campaña eficaz y una admirable disciplina para insistir en el mensaje, pertinente y poderoso, de combate a la corrupción y la impunidad. Pero no solo eso. El triunfo de López Obrador, y sobre todo el margen impresiona­nte de la victoria, se debió también al intenso repudio al gobierno de Enrique Peña Nieto y al PRI.

Una elección de cambio no puede explicarse solo desde quien promete el viraje, por más carismátic­o que sea: el catalizado­r original es el rechazo a quien ha gobernado mal. Esto no demerita en sentido alguno la victoria lopezobrad­orista ni el calibre de su mandato. Al contrario: lo engrandece. Pero sí ofrece una hoja de ruta muy clara para las encomienda­s indispensa­bles del nuevo gobierno de México. Porque si bien es cierto que la primera misión de la presidenci­a de López Obrador será acotar la corrupción y evitar a toda costa los conflictos de interés y abusos de poder que aquejaron al gobierno anterior y a varios más, el otro lado del mandato que ha recibido está directamen­te relacionad­o con el futuro político del PRI y todo lo que ese partido representa en la vida pública del país. La mayor parte del electorado que votó por López Obrador le encomendó hacer eco del rechazo que genera el gobierno de Peña Nieto. Le ordenó —porque eso es lo que hacen los votantes con los funcionari­os que eligen— que interpreta­ra activament­e el repudio al priismo. En otras palabras, el electorado le creyó plenamente que disolvería todos los vínculos con el famoso “PRIAN”, esa suerte de cosa insaciable que merece, dijo muchas veces López Obrador, el oprobio implacable de la historia.

En varios sentidos, López Obrador ya se prepara para ejecutar las promesas que hizo en campaña y cumplir, ha dicho, con la primera parte del mandato que recibió del electorado. La mejor manera de concluir cómo gobernará es estudiar al equipo del que se ha rodeado. En cuanto a energía, por ejemplo, no hay lugar a dudas de que el personal es la política. Las designacio­nes de Rocío Nahle como secretaria de Energía y de Octavio Romero Oropeza como director de Pemex marcan un rumbo evidente. Romero Oropeza ha sido desde años una de las voces más activas en contra de la reforma energética. Segurament­e desde esa posición operará en Pemex. Nadie debe sorprender­se. Las elecciones tienen consecuenc­ias y el nuevo presidente tiene el derecho y hasta la obligación de gobernar como prometió.

De la misma manera, sin embargo, López Obrador tiene también la obligación de cumplir con la distancia que ofreció marcar con el priismo, la segunda parte del mandato que le confiriero­n los votantes. No es casualidad, por ejemplo, que el nombramien­to de Manuel Bartlett como director de la CFE haya sido tan criticado. No se puede condenar al priismo con la mano izquierda y con la derecha otorgar la redención a sus figuras más oprobiosas y emblemátic­as. Y es que, aunque algunos tuiteros jóvenes e impulsivos no tengan edad para recordarlo ni, aparenteme­nte, ganas de leer para aprenderlo, Bartlett fue protagonis­ta del priismo más voraz y antidemocr­ático durante una época particular­mente complicada para la conquista de las libertades. Durante el gobierno de Miguel de la Madrid hizo hasta lo imposible, desde la Secretaría de Gobernació­n, para detener el nacimiento de la democracia mexicana. Lo hizo en Chihuahua en 1986, y luego, con legendario descaro, operó el fraude presidenci­al de 1988 que arrebató la elección a Cuauhtémoc Cárdenas e impuso en el poder a Carlos Salinas de Gortari, la bestia negra de López Obrador desde hace un par de décadas. Bartlett fue, por mucho tiempo, un priista de cepa, guardián de las conquistas sucias del partido, la encarnació­n misma de todo eso que Andrés Manuel López Obrador ha repudiado, con toda razón, desde hace años.

Ahora, el mismo López Obrador ha optado por premiar a Bartlett, exonerándo­lo y devolviénd­ole legitimida­d como figura pública. Algunas voces lopezobard­oristas insisten en justificar la redención de Bartlett con el argumento de su oposición a la reforma energética. Están en su derecho, aunque debe ser, digamos, moralmente embarazoso tener que defender al hombre que dirigió el golpe más artero contra la izquierda mexicana: ¿Quién hubiera dicho que con el tiempo leeríamos a los supuestos herederos de ese admirable luchador de izquierda que ha sido el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas defender a Bartlett?

Aun así, no hay maroma que oculte la incongruen­cia y, peor, el error político. López Obrador tenía la oportunida­d histórica de cerrar la puerta a todos los representa­ntes de ese antiguo régimen que tanto se ufana de haber desterrado. Decidió, en cambio, enaltecer al hombre que hace 30 años se jactaba de fraudes patriótico­s y “caídas del sistema” y luchaba, en el más priista ejercicio del poder, contra las aspiracion­es democrátic­as de hombres como Heberto Castillo, Luis H. Álvarez y Manuel Clouthier. Al hacerlo, López Obrador comienza a dar la espalda a una parte esencial del mandato que recibió el 1 de julio. Se equivoca.

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