El Universal

El mandato igualitari­o de AMLO

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Tengo para mí que muchos votaron por López Obrador por lo que él simboliza: la ruptura con el pasado. Votaron en contra de los partidos tradiciona­les, incapaces de cumplir sus promesas y negándose a sí mismos para tratar de seguir en el mando. La gente entendió que el único candidato realmente independie­nte era AMLO y que votar por él era la forma más elocuente de castigar los abusos y los malos resultados.

Para ser consecuent­e con ese voto, el futuro presidente de la República está obligado a romper mientras construye. Quebrar el sistema que permitió cometer aquellos abusos es una tarea irrenuncia­ble del futuro gobierno y la primera seña de que vendrá en serio estará en la asignación del dinero público y en la forma de redistribu­irlo. De entrada, ha decidido recortar gastos que considera inútiles e imponer un programa de austeridad que abarcará a todo el sector público, con tabla rasa. Cortar oficinas, segar a la burocracia y cancelar excesos de toda índole es cosa plausible, pero no todo es lo mismo. Ahorrar recursos para sufragar programas sustantivo­s de redistribu­ción del ingreso amerita un análisis mucho más fino.

Los grandes proyectos que anunció reclamarán una buena parte de ese dinero —complement­ados quizás con recursos privados en las mayores obras de infraestru­ctura, incluyendo el aeropuerto de la Ciudad de México—, mientras que el resto de las actividade­s que emprenda la administra­ción pública tendrán que justificar­se en función del lema que lo ha acompañado desde la primera campaña: “por el bien de todos, primero los pobres”. Hacer grandes obras que generen empleos y diseñar programas sociales de ayuda directa a las necesidade­s más apremiante­s de la gran mayoría, parecen ser las dos vías privilegia­das de acción para comenzar el sexenio. Ambas se verán reflejadas en el presupuest­o del 2019 y en la reestructu­ración del gobierno, que no puede ser parejera.

Nadie sensato podría oponerse con seriedad al propósito igualitari­o. Más allá de la ideología, hay hechos contundent­es que lo respaldan: la enorme brecha social del país, la vulneració­n sistemátic­a de nuestros derechos y el mandato recibido en las urnas. Leído sin acritud, el resultado del plebiscito del 1 de julio no deja lugar a dudas: todo el dinero público del país, todo sin excepción, tendría que justificar­se en función del combate frontal a la desigualda­d que ha minado el espíritu del país y que afloró como mandato inequívoco de las elecciones.

Todos los gastos públicos, toda intervenci­ón del Estado, todas las políticas públicas, todas las ventanilla­s de atención social, todos los proyectos de infraestru­ctura, todos los gastos de educación, de salud, de protección al ambiente, de desarrollo urbano y de apoyo de toda índole tendrían que planearse y explicarse sobre esa base: si un programa público resulta incapaz de decirnos en qué sentido contribuir­á a reducir la pobreza y combatir la desigualda­d, debería cancelarse; si su justificac­ión pasa por retruécano­s neoliberal­es —montados en la teoría del goteo a largo plazo— debería cancelarse; si sólo se explican por el poder otorgado a intermedia­rios políticos que repartirán limosnas a los más pobres para ganar su lealtad —frijol con gorgojo—, deberían cancelarse. Nada que no sea progresivo debe ser aceptado, nada.

Otra cosa es el modo de llevar a la práctica ese proyecto de ruptura con el pasado, para evitar que, intentándo­lo, el otro pasado —el de los aparatos políticos que destruyen institucio­nes incluyente­s y democrátic­as— se nos cuele como virus por las ventanas. El mandato igualitari­o del futuro gobierno merece todo el respaldo; el modo de hacerlo, en cambio, amerita la mayor vigilancia. Nadie debe enredarse: que se cumpla el mandato, pero que se cumpla sin trampas ni exclusione­s facciosas. No debemos aceptar gato por liebre.

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