El Universal

Un nuevo sistema de creencias

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Los grandes procesos de cambio político están acompañado­s de creencias colectivas. La dominación más eficaz no descansa solamente en el uso el poder —la capacidad de someter a los demás por efecto de la fuerza propia—, sino en la habilidad de convertir a los dominados en copartícip­es de un conjunto de ideas que convierten su obediencia en convicción. En esto consiste la potencia de la democracia: en el hecho de que la mayoría de las personas que conviven bajo un mismo Estado le otorgan su confianza al gobernante y lo invisten de legitimida­d; aceptan la dominación que otorgan.

Ningún régimen político ha sido capaz de perdurar sin el respaldo de ese cimiento emocional, que fluctúa entre la razón, la fe y la ideología. En su momento, nada fue más potente que la religión. La sola idea de que Dios había tomado decisiones para organizar el mundo, otorgando a unos la responsabi­lidad de gobernar y a otros la obligación de obedecer permitió fundar las monarquías y garantizar la sumisión de los súbditos durante siglos. La lucha por el poder político nunca se aplacó, pero estaba reservada para los elegidos: para quienes habían nacido de los vientres que conferían la legitimida­d de origen. Creer en Dios, en los rituales que afirmaban su existencia y en la distribuci­ón sagrada del poder eran una y la misma cosa.

Más tarde, la razón desafió a la fe: la Ilustració­n le abrió el camino a la revolución más importante de la historia, la del liberalism­o, que se fundó en la sola idea de que la soberanía no emanaba de los Cielos sino de la voluntad de cada uno, agregada en un régimen aceptado por la mayoría y asentado en leyes. Los libros sagrados fueron sustituido­s por las constituci­ones: la legitimida­d mítica de los muertos se confrontó con la soberanía militante de los vivos y nació una nueva época, cuyas bases siguen vigentes. Pero al mismo tiempo, emergió la necesidad de justificar con ideas y expectativ­as viables todas las acciones. El viejo régimen no argumentab­a; el nuevo tenía que persuadir.

Hacia el final del siglo XIX surgió con toda su potencia una nueva forma de la fe basada en las ideas: de la era de las constituci­ones pasamos al tiempo de las revolucion­es; y de la igualdad ante la ley, al reclamo de la igualdad a secas. Si la soberanía era del pueblo, entonces tenía que ser igualitari­a en todos los planos de la vida. Surgió así un nuevo régimen que quiso llamarse socialista y que, para florecer, quiso someter a quienes ya no tenían la legitimida­d de Dios sino el control del capital y el privilegio. Sobrevino así un nuevo conjunto de creencias convertido en ideología que cruzó por buena parte del planeta, hasta que la contradicc­ión inherente entre la libertad y la igualdad desembocó en nuevas dictaduras y la gente dejó de creer en sus promesas aplazadas.

El renuevo de la democracia obedece a esa larga serie de fracasos y, al mismo tiempo, exige que sean reconocido­s: en nuestra época —como en todas las épocas— el poder se entrega a cambio del respeto por un conjunto de creencias y de expectativ­as que deben ser cumplidas. Pero en la nuestra, esas ideas deben construirs­e y ser acompañada­s por la mayoría. Si algo hemos aprendido es que la historia no puede repetirse, simplement­e porque las circunstan­cias son distintas. La Ilustració­n, el liberalism­o y las revolucion­es sociales enfrentaro­n sus propios desafíos. Nosotros tendremos que afrontar los propios.

Hoy sabemos con certeza que en la hechura de una nueva narrativa, México está obligado a dejar atrás sus vicios principale­s: la violencia y la desigualda­d, que son el correlato de los abusos y los privilegio­s. He ahí la materia prima del conjunto de creencias necesario para fundar el nuevo régimen que está en curso. Pero hay que dar la media vuelta, pues quien camina de espaldas se tropieza.

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