El Universal

La transforma­ción que México necesita

- Por CATALINA PÉREZ CORREA División de Estudios Jurídicos CIDE. @cataperezc­orrea

Afinales de mayo de este año, el Alto Comisionad­o de Derechos Humanos de la ONU denunció la desaparici­ón de 23 personas en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Según la organizaci­ón, estas desaparici­ones, ocurridas entre febrero y mayo, fueron cometidas por una fuerza federal mexicana. Hace unos días, la CNDH emitió una recomendac­ión al titular de la Secretaría de la Marina por la desaparici­ón de 10 personas en Nuevo León y Tamaulipas. Las organizaci­ones locales que trabajan —a pesar de las constantes amenazas— con familiares de desapareci­dos dan cifras mucho mayores. Mujeres, hombres, adolescent­es son detenidos en carreteras o en sus casas por agentes de seguridad para nunca más ser vistos. La respuesta del Estado mexicano ha sido lenta en la búsqueda de los desapareci­dos, pero veloz para cuestionar la veracidad de las denuncias.

Estos casos ponen en evidencia el desastre de una política de seguridad que opera sin transparen­cia y sin rendición de cuentas, bajo una lógica de guerra que entiende a las personas como —potenciale­s— enemigos del Estado y no como ciudadanos con derechos. Pone en evidencia también el tipo de relación que el Estado Mexicano ha construido con buena parte de la población, basada principalm­ente en la violencia. Cuando viajamos por las carreteras del país encontramo­s a agentes del Estado armados en retenes. Cualquier indicio racial o social negativo puede llevar a una detención. Soldados y marinos allanan violentame­nte casas en la obscuridad para detener a posibles delincuent­es, sin dar razones o exhibir órdenes judiciales, pero armados hasta los dientes. En ciertos barrios, la policía patrulla en busca de jóvenes para detener, con la excusa de encontrarl­es droga. Las más de las veces sólo los extorsiona­n pero para esos jóvenes, representa un importante aprendizaj­e sobre lo que es el Estado. Un Estado que con armas expulsa a comunidade­s de sus tierras para poder minar sus cerros, bosques o ríos. Policías encapuchad­os viajan sobre pickups en las avenidas de las grandes ciudades mexicanas, dedos sobre el gatillo de armas semiautomá­ticas que apuntan a las caravanas de vehículos que marchan atrás de ellos. Helicópter­os artillados sobrevuela­n nuestras ciudades para recordarno­s que ahí está el Estado mexicano, dispuesto a matar.

A la vez, la ausencia del Estado es evidente en numerosos espacios del país: poblados sin servicio de agua o luz, calles sin alumbrado, servicios de salud y transporte público deficiente­s, los mismos hoyos que van haciéndose más grandes con cada temporada de lluvias. En las agencias del ministerio público se niega la atención a las víctimas de algún delito o a sus familiares. El Estado mexicano no investiga muertes, desaparici­ones o delitos de corrupción cometidos por las autoridade­s. No sanciona a las empresas que contaminan ríos o devastan bosques. Un Estado ausente para brindar servicios y garantizar derechos, pero presente para amenazar y ejercer violencia.

No sorprende en este contexto la falta de legitimida­d del Estado, de sus agentes y de sus normas. Si pensamos en las leyes como una expresión del Estado, no asombra tampoco el incumplimi­ento generaliza­do del derecho que vemos en México. ¿Qué significa el “Estado de derecho” en un país donde el principal rostro del Estado es la violencia? ¿Por qué debemos los ciudadanos aceptar y cumplir con sus normas?

Esa es la principal transforma­ción que México necesita: un cambio en la relación entre el Estado y las personas, que distinga violencia y ley. Sin un Estado que exista para la ciudadanía, para proveerle servicios públicos y garantizar derechos, es difícil pensar en un México distinto.

En seguridad se opera bajo una lógica de guerra: las personas son potenciale­s enemigos y no ciudadanos con derechos

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