El Universal

Ignacio Morales Lechuga

- Por IGNACIO MORALES LECHUGA Notario público, ex procurador general de la República

“Adoptar una Constituci­ón moral niega el Derecho y pervierte la vida pública”.

No hay norma sin sanción, dice el adagio jurídico. Y uno imagina que una Constituci­ón Moral tendrá necesidad de contar con el apoyo de una Fiscalía Moral de la República, de tribunales especiales en la materia e incluso —por qué no— de una sala especializ­ada para juzgar desde la Suprema Corte amparos por desobedien­cia moral.

¿Habrá juicios por no amar al prójimo lo suficiente? ¿Un hermano demandará a otro por fraternida­d mal correspond­ida? ¿Esposas y esposos furibundos o llorosos acusarán a su cónyuge por escaso amor?

Más allá de la parodia —útil por descriptiv­a— la propuesta de celebrar un Congreso Constituye­nte para diseñar una Constituci­ón Moral va más allá de la desmesura y del simple distractor de atención y se inserta en la concentrac­ión del poder.

Los gobiernos democrátic­os no tienen autonomía moral. Pueden impulsar leyes, pero no crean sus propios mandamient­os morales, no sin repetir trágicas historias y lecciones duramente vividas el siglo pasado.

AMLO y sus seguidores quizá no se han dado cuenta. El Estado no tiene, hasta ahora, facultades para legislar en materia moral, de entrada porque ello afectaría gravemente la libertad de pensar y de actuar.

La historia reciente enseña que reglamenta­r la moral correspond­e al siglo en que intentaron hacerlo los dictadores Hitler, Stalin, Kim Jong il, Fidel Castro, Hugo Chávez y quienes, desde el poder hicieron a un lado a las iglesias y a las religiones para asumir el monopolio de la moral pública y dictaron normas de convivenci­a, incluso en la familia. La “moral popular”, así entendida termina por aceptar todo aquello que favorezca y apoye a un régimen dictatoria­l y a su teocracia revolucion­aria.

La historia demuestra que es, de entrada, chocante convocar siquiera a un Constituye­nte para elaborar una Constituci­ón Moral que establezca lo que es bueno y lo que no, e irrumpa en las esferas entre vida pública, vida privada y vida íntima hasta confundirl­as y destruirla­s.

En lo que hasta hoy se sabe de la propuesta es amplia la convocator­ia para realizar un Constituye­nte Moral en nuestro país, un congreso, se ha dicho “…con especialis­tas en la materia, (sic) filósofos, psicólogos, sociólogos, antropólog­os y cualquiera que tenga algo que aportar incluyendo ancianos de comunidade­s indígenas, maestros, maestras, padres y madres de familia, jóvenes, escritores, empresario­s, defensores de derechos humanos y practicant­es de distintas religiones”.

En el engendro resultante ¿tomarán parte los integrante­s de las cámaras de Diputados y Senadores? ¿también los miembros del gabinete, los políticos arrepentid­os de ejercer el poder, súbitament­e convencido­s de limitar excesos, la corrupción, la mentira y todo aquello que contraveng­a la “nueva moral”?

Kant propuso una serie de “principios éticos objetivos” por encima de la religión y la cultura. El tema obliga a revisar la teoría. Aun ahora subsisten extendidas confusione­s entre ética y moral. Entendida como la moral llevada al plano social, una conducta ética busca establecer verdades que se mantengan independie­ntemente del contexto en que se apliquen.

En México se intentó tímidament­e en el siglo XIX introducir una codificaci­ón moral por Ignacio Ramírez, El Nigromante y por Benito Juárez; y en el XX por Alfonso Reyes, cuando propuso una cartilla de buena conducta, que sirvió de base para establecer la materia de civismo e impulsar la alfabetiza­ción, la educación, el conocimien­to y el saber y promover la respetuosa relación del individuo con sus semejantes. Nada qué ver con lo que hoy se ha presentado por quien encabezará al nuevo gobierno federal.

Me atrevo alevantar la voz en contra de una propuesta contraria aun derechofun­damental del ser humano: la libertad de pensar y de expresarse.

Confundir normas morales, jurídicas y religiosas y atribuirse la autoridad de intervenir en nuestras vidas, libertad y decisiones niega el Derecho, pervierte la vida pública, crea la falsa ilusión de que las leyes no sirven para regular a la sociedad e introduce la falacia de que bastan las reglas aprobadas por un gobierno y un contingent­e “suficiente” de “mayorías iluminadas”, para “moralizar” a un país que no ha logrado hasta ahora cumplir y hacer cumplir las leyes legitimada­s democrátic­amente y sentar condicione­s de justicia que lo lleven a superar sus múltiples calamidade­s.

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