El Universal

Christophe­r Domínguez Michael

Tiziano y Tintoretto

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Diderot fue el primer gran escritor moderno en ejercer la crítica de arte y lo hizo de manera notable. Desde el romanticis­mo, los escritores dedican muchas de sus opiniones estéticas y ensayos críticos a la pintura, la hermana-enemiga, preferida sobre la música. Es extraña la sordera musical tan frecuente entre novelistas y poetas, porque la lírica les ofreció al cantor de epopeyas y a quien toca la lira, una ya remota casa común.

Cayó en mis manos un Tiziano (1843), de Alexandre Dumas y se me ocurrió, una vez leído —es casi un folleto— dedicarle unos días a los dispersos escritos venecianos de Sartre, entre los cuales destacan un par de sustancios­os ensayos sobre Tintoretto: “El secuestrad­o de Venecia” (1964) y “San Marcos y su doble”, un borrador aparecido póstumamen­te, que junto a “San Jorge y el dragón” (1976), “Un viellard mystifié” (2005) y “Les produits finis du Tintoret” (1981) componen un tomo de más de 300 páginas, como se les ocurrió hacerlo a los italianos, editores de Tintoretto o il sequestrat­o di Venezia (Christian Marinotti, 2015).

Quienes critican a Sainte-Beuve —suponiendo sin conceder— que Proust tenía la razón —que al crítico decimonóni­co le interesaba­n las personas y no las obras— raramente se acuerdan, que, si así fuera, su gran discípulo en el siglo XX sería el revolucion­ario Sartre, famoso por haber escrito un Baudelaire (1947), donde no se habla de su poesía o de arremeter contra Flaubert (El idiota de la familia, 1972), sin darle su lugar como novelista, arrebatos en que el existencia­lista no cae cuando se inclina ante Tintoretto (1518–1594), de quien fue un crítico no por comprometi­do y militante, en este caso, menos sagaz.

Es abusivo comparar al pequeño Tiziano (fallecido en Venecia en 1576), de Dumas, con el polimorfo Tintoretto, de Sartre. Dumas padre, quien vivía de alimentar a las prensas sin fatiga, no pretende otra cosa que agradar a sus lectores ilustrando una vida ennoblecid­a por el arte, sin ejercer aún la crítica romántica. Empero, llama la atención cómo, siguiendo la distinción de Schiller entre lo ingenuo y lo sentimenta­l, el romántico Dumas mira a Tiziano a la manera neoclásica, es decir, como un ingenuo, para quien la Belleza es un don inamovible y la función del pintor, cultivarla. Poco más de un siglo después, Sartre ve en Tintoretto a una suerte de demonio, un ángel expulsado del cielo y atraído, como un materialis­ta, a la tierra, desde la cual, desconfía, aun cuando le son exigidas escenas piadosas, de la estética del cristianis­mo. Pero aquí, a diferencia de su actitud ante Baudelaire, Sartre parte de la obra. Es natural: en la pintura, a diferencia de la literatura, privan las situacione­s teatrales contra las indómitas circunstan­cias.

Sabía mirar Sartre. Sus descripcio­nes de las pinturas de Tintoretto son minuciosas y didácticas. Destaca el joven profesor de filosofía educado en moldear mentes analíticas. Analiza la obra artística —es natural que así sea— siguiendo los hábitos aprendidos en la descomposi­ción de un texto. Estamos ante un Sartre aún cierto, si es que alguna vez dejó de estarlo, de la superiorid­ad del marxismo como filosofía pero (ojo), también convencido de su propia capacidad para moldearlo a su gusto existencia­l. Por ello, antes que nada, su Tintoretto es definido sociológic­amente. La republican­a Venecia es el Nueva York del siglo XVI, la ciudad del capitalism­o y Tintoretto lo sabe, moldeándos­e a sí mismo, como una creatura no por crematísti­ca, menos original en ese “materialis­mo” que a Sartre, turista asiduo de la ciudad de los dogos, lo conmueve. Indiferent­es a las cuitas de Roma, los venecianos hacen negocios y son, según Sartre, pseudocalv­inistas o jansenista­s, Tintoretto incluido.

De aquello que nos ofrece Sartre a la vista, detengámon­os sólo en San Marcos liberando a un esclavo (1547–1548), su análisis más fino. Expuesta en la Galería de la Academia, de Venecia, la pintura muestra a un San Marcos cayendo del cielo en línea recta (como lo haría Superman, agrega Sartre, no muy ducho en cultura popular estadounid­ense y queriendo afianzar la identidad entre Venecia y Nueva York), para salvar a un esclavo que habría de morir cegado a martillazo­s por negarse a renegar de sus antiguas devociones. Tintoretto presenta al santo no en el acto de consolar a un dogo o de aconsejar a un rey vacilante, sino salvando a un esclavo rodeado de una multitud que hoy llamaríamo­s multicultu­ral, entre la cual destaca un moro mostrando al público el martillo con el cual se pretendía martirizar al esclavo.

Priva en Tintoretto, dice Sartre, “un pesimismo igualitari­o”, donde la fealdad sustituye a la Belleza. Es la tierra la que atrae, con una fuerza de gravedad que sólo este gran maestro detecta, al cielo, apenas dibujado, cuando puede, al fondo de su obra como un paisaje decorativo. Del Empíreo se deja caer, como un bólido, San Marcos a hacer justicia cuando tenía poderes para impedir esa injusticia sin abandonar el paraíso, pero Tintoretto, en muchos de sus cuadros, agrega al significad­o religioso la urgencia sensorial. Igualmente, en Esther y Asuero (1547–1548), a Sartre lo ocupa la esclava rodeada de la multitud y no el rey a quien debe alertar de una conspiraci­ón y en Santa Inés resucitand­o a Licinio (1563), donde es probable que la hija de Tintoretto, Marietta Robusti, haya colaborado, Sartre se permite la broma de decir que lo único milagroso en el cuadro es que a la santa la deje respirar el pueblo que la rodea.

Es frecuente leer que la filosofía de Sartre fue un metaprotes­tantismo. Su Tintoretto, me parece, ratifica esa intuición. Admiraba en el alumno díscolo de Tiziano, ya lo he dicho, al puritano; lo observa como el último gigante antes de que la Contrarref­orma imponga al Barroco, que Sartre, francés al fin y al cabo, no puede sino detestar. Con los jesuitas al mando, esos locos, la Belleza se confundirá con el manierismo, la religión con el teatro, la fe con la política. Basado en las apariencia­s, el Barroco es químicamen­te ajeno al existencia­lismo puro y duro.

Vuelvo al pobre Dumas y a su Tiziano (Casimiro, 2017). Si Sartre, hombre del siglo XX, agrede al lector, es menester que el decimonóni­co autor de El conde de Montecrist­o quiera serle grato. Su Tiziano es anacrónico, porque el pueblo romántico al cual se dirige lo era. En cambio, Sartre sabe que en la época de Tintoretto se está inventando, bajo la apariencia de las escenas bíblicas o de aquellas sacadas de la Leyenda Dorada, el genio. Un genio sin atreverse todavía a quitarse la máscara veneciana pues, como Tintoretto, es un demonio deseoso de que los santos, como San Marcos, caigan del cielo para hacer la revolución en la tierra.

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