El Universal

Ángel Gilberto Adame Tertulias divinas

- ALMACÉN DE ASOMBROS

Aprincipio­s del siglo XX surgieron élites intelectua­les que fueron relevantes para el desarrollo de la historia moderna de México. El Ateneo de la Juventud y los Siete Sabios son un ejemplo de las asociacion­es que marcaron las directrice­s culturales. Hacia 1955, herencia de las tertulias sabatinas que comenzaron Alfonso Reyes y Enrique González Martínez en la Fonda Santa Anita, nacieron “Los Divinos”, grupo integrado en su mayoría por individuos pertenecie­ntes a las letras y las artes. Alí Chumacero, Henrique González Casanova, Pita Amor, Abel Quezada, Max Aub y Jaime García Terrés fueron sus miembros más constantes. Arturo Azuela recuerda que tuvieron dos nombres previos —“Los Innombrabl­es” y “Los Exquisitos”— Quezada precisó que fue Chumacero quien bautizó a la peculiar congregaci­ón: “El poeta le dio el nombre de ‘Los Divinos’ a este grupo de amigos, especie de sociedad de ideólogos donde cada uno tenía una ideología diferente”.

Se reunían los sábados en el Bellinghau­sen, famoso por su filete Chemita, inventado por el notario Noé Graham. Al recordar aquellos años, Chumacero enumeró a otros miembros ilustres, aunque menos regulares que los ya mencionado­s: “Las reuniones eran loquísimas, porque iba toda la ‘caterva’ de bribones: Octavio Paz, Sergio García Cantú, (…) Carlos Fuentes, en fin, íbamos como 20 o 30 personas, todos célebres intelectua­les. Se hablaba de todo, no sólo de literatura, de arte, de pintura, (…) procurábam­os jamás caer en discusione­s”. Huberto Batis enfatizó que incluso llegaron a invitar, además de editores y funcionari­os, a personalid­ades tan peculiares y enigmática­s como Juan Rulfo, famoso por su hermetismo.

Las tardes en el Bellinghau­sen no sólo servían de distracció­n a “Los Divinos”, también significar­on la oportunida­d de publicar sus obras, ya que Joaquín Díez-Canedo era un asiduo asistente a las comilonas. Azuela relata que “Mortiz (Díez-Canedo) nunca pagaba un centavo, nunca, entonces nosotros nos sentíamos glorificad­os, sólo por el hecho de que nos publicara Mortiz. Porque daba inmediatam­ente la posibilida­d de ponernos en contacto con otra figura mítica en España, que era Carlos Barral, como efectivame­nte así pasó”.

Carlos Fuentes contó que, en algunas ocasiones, el guateque se prolongaba hasta altas horas de la noche, lo que dio ocasión a decenas de anécdotas de cantina o de cabaret, siendo la más famosa aquella en que Octavio Paz, Juan Soriano, el mismo Fuentes y José Alvarado —el divino más animado— concluyero­n su velada en un carnaval luego de haber visitado la casa de la Bandida.

“Los Divinos” comenzaron a separarse paulatinam­ente hacia los años 60. Elena Poniatowsk­a aduce que fueron los sucesos de Tlatelolco los que marcaron su desaparici­ón definitiva: “Después del 68 todo murió y ya nadie quería hacer nada”.

Cuando los ateneístas se congregaro­n para estudiar y enseñar, también lo hicieron con el motivo de resguardar su amistad al calor de la literatura y la filosofía. “Los Divinos”, por su parte, rompieron con el estereotip­o del intelectua­l abigarrado y arisco, aunque no lograron vencer la tentación del elitismo, como pudo confirmar Elena Garro, una de sus más mordaces detractora­s.

Si el objetivo del grupo, como lo definió Juan José Arreola, era “el muy humano de reunirnos (…) para comer bien y criticarno­s los unos a los otros”, fue cumplido con creces. El recuerdo de esta cofradía, de una época de mayor ímpetu artístico, hace aún más visible la pobreza intelectua­l de nuestra contempora­neidad, en la que ya no son identifica­bles las mesas consagrada­s a la reflexión y al escrutinio de la política, la historia, el arte y la literatura.

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