El Universal

Sabina Berman

El juez supremo se pasea por la injusticia

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En cuanto emergió el distinguid­o ministro Vargas y Cosa de la Suprema Corte de Justicia, su automóvil negro se apeó ante la acera y su nuevo y joven chofer, vestido de traje y corbata negros, se deslizó para abrirle la portezuela posterior con una grata diligencia.

El ministro se acomodó en el asiento de cuero negro soltándose el único botón del elegante saco, la portezuela se cerró, el ministro extrajo de su porfolios un folio para estudiarlo, el chofer ya manejaba por la ajetreada calle, y en un santiamén se encontraba­n ya cerca del Periférico.

El chofer preguntó si usaban el primer piso o el segundo piso elevado del Periférico.

—El piso elevado, Ricardo —le respondió el ministro, con tono paciente. —Siempre el piso elevado.

—Cuesta 3 pesos por kilómetro —objetó Ricardo.

—El automóvil tiene Iave —se sonrió el ministro. —No te preocupes.

En efecto, al ascender el automóvil por la rampa a la pluma que cerraba el paso, la pluma se alzó en automático, y el automóvil se integró al primer carril del piso elevado, totalmente vacío en ese momento.

—Qué maravilla patrón —dijo Ricardo al volante. —Parece una pista de carreras. Mientras abajo está cabrona la lucha por el centímetro siguiente.

El ministro dejó pasar la grosería, regresó la vista al folio y al tomar una suave curva Ricardo vio de lejos y abajo el primer piso atiborrado de automóvile­s pequeñitos, avanzando como hormigas.

—Señor ministro —dijo unos minutos después Ricardo. —¿Sabía que el viaje que hacemos por el piso elevado costará lo mismo que lo que gana un albañil por un día de chamba?

El ministro no respondió y siguió en su análisis del caso que lo ocupaba.

Llegaron a TV Azteca. El ministro hizo su entrevista en el noticiario de medio día. Al volver al automóvil el chofer ya lo esperaba con la portezuela abierta.

—Al Colegio Nacional, ¿verdad ministro? —preguntó el chofer.

Ricardo tecleó rápido en su celular, lo colocó en el tablero del automóvil para seguir la ruta marcada en el mapa digital, subieron al piso elevado del periférico, otra vez maravillos­amente despejado.

—Ministro —dijo en algún momento Ricardo—. ¿Por qué solo hay cinco mujeres en el Colegio Nacional y 35 hombres? ¿A usted le parece justo?

El ministro Vargas y Cosa cerró el folio que estudiaba.

—¿Quién te dijo eso, Ricardo?

—Lo leí en Twiter, patrón —contestó el chofer. —Siempre me informó en Twiter de la siguiente parada a la que vamos. Me gusta estar informado para hacer mejor mi trabajo.

—Qué bien, Ricardo. Te felicito por tu curiosidad. Y no, Ricardo, me parece muy injusto. Es discrimina­torio. De hecho es una aberración que en pleno siglo XXI el Colegio Nacional tenga tan pocas mujeres. Y yo voy a seguir trabajando, si no te importa guardar silencio.

El automóvil se apeó ante el edificio colonial del Colegio Nacional y el ministro entró por el pórtico cerrándose el botón del elegante saco. Era el miembro 35 del prestigiad­o Colegio. Anochecía cuando salió otra vez a la calle y ya estaba ahí su chofer con la portezuela abierta.

Iban con los faros encendidos por el maravillos­amente desierto piso elevado del Periférico cuando el chofer de nuevo lo sobresaltó.

—Oiga juez supremo —le dijo. —¿Está bien que así le diga: juez supremo?

—Sí, está bien, Ricardo. Es una forma inusual pero correcta de nombrarme.

—¿Sabía usted, juez supremo, que los jueces supremos en México cobran más que los de España, Francia, Suiza o Estados Unidos? —No me digas, Ricardo.

—Fíjese que sí. Lo dice Animal Político. Y encima reciben este mes de agosto un bono anual de cinco meses de sueldo. O sea que en total ganan algo así como cinco mil veces más que un obrero.

—No me digas, Ricardo —repitió el juez supremo.

—Además que usted cobra en el Colegio Nacional 164 mil pesos extras. Es decir que, según hice mis cuentas, usted gana 700 mil pesos al mes. ¿A usted le parece justo?

El ministro Vargas y Cosa tardó en contestar. —No, no me parece justo, Ricardo. Es muy injusto. Pero te digo un secreto si me prometes no repetirlo.

—Por favor juez supremo —se emocionó Ricardo al volante y esperó el secreto.

—El mundo es injusto casi todo el tiempo, Ricardo, y yo no lo construí, lo encontré así ya construido.

—Ajá —dijo Ricardo. —Y su trabajo de juez supremo es hacerlo un poco más justo cada día, ¿cierto?

—No necesariam­ente —dijo el juez supremo. —Y ahora te propongo una regla justa, ¿de acuerdo? No me hables nunca, excepto cuando haya un motivo práctico para distraerme. ¿Te parece justo?

—O sea patrón, ¿que me porto como un robot? —preguntó Ricardo.

—Algo así, ¿te parece justo?

—No patrón, la neta no me parece justo. Yo solo quería informarle de todo lo que dicen de usted en Twiter. Pero lo que sí quiero es mantener esta chamba.

Las puertas automática­s de la mansión del juez supremo se descorrier­on y el automóvil negro bajó por la rampa levemente inclinada al garaje tenuemente iluminado. Ricardo salió aprisa, abrió la portezuela posterior, el juez supremo descendió al piso de piedra negra.

—¿Mañana a la seis de la mañana, juez supremo? —preguntó el diligente Ricardo. —Así es Ricardo. A las seis en punto. —Juez supremo, una última pregunta. —No me digas, Ricardo —musitó el juez supremo, sintiendo la rabia subirle a la garganta.

—¿Le molestaría si me llevo el automóvil a mi casa? Es que son dos horas de viaje ahorita para llegar a mi casa y mañana dos horas para regresar acá, y digo: usted no va a usar el automóvil esta media noche, además que el automóvil no es suyo, es de la Suprema Corte de Justicia de la Nación…

El juez supremo respondió:

—Lo lamento mucho Ricardo, pero no te puedes llevar mi automóvil, y el argumento jurídico para el caso es el siguiente: no se me hinchan las pelotas.

Ricardo cruzaba un puente peatonal sobre el periférico, a esa hora convertido en un concierto de cláxones, cuando lo entendió. El trabajo de su patrón, el juez supremo de la nación, no era hacer justicia, sino pasearse por la injusticia con que estaba construido el mundo.

(Quién esto escribe se despide. Voy a bucear al mar. En un mes nos reencontra­mos en este espacio, si el azar el benigno).

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