El Universal

García Cabral...

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sus personajes”. Pero como bien se sabe no existe la neutralida­d y el apoliticis­mo es una de las formas más acabadas de la política.

Su apoliticis­mo no le impide participar con innumerabl­es cartones en la campaña de la Guerra Fría patrocinad­a por Washington para derrocar al gobierno de izquierda moderada de Guatemala, encabezado por Jacobo Arbez, en los años primeros años cincuenta. Algunos de ellos publicados en el libro Siete dibujantes con una idea, que en 1954 sale al mercado con un insólito tiraje de 90 mil ejemplares, tiraje que en la segunda década del siglo XXI no acaba de agostarse, como se puede constatar visitando la librerías de viejo de la ciudad. Resulta obligado preguntars­e quién pagó la publicació­n. Todo apunta, como afirmaba Rius, a la embajada de los Estados Unidos.

El Cabral de los cartones editoriale­s también puede ser un dibujante conmovedor, como en la serie que dedica a los temblores de 1920 que afectaron Puebla y Veracruz. Aquí hace a un lado las líneas modernista­s caracterís­ticas de su dibujo de la época y opta por el carboncill­o y las tonalidade­s dramáticas. En “La patria clama” aparece un Cabral expresioni­sta que recuerda a Evard Munch, y en “Bajo los escombros” surgen dos jóvenes enfermeras de la Cruz Roja que trasgreden el estereotip­o de la Chica moderna para auxiliar a una madre desolada que pregunta por sus hijos.

En esta vertiente podemos ubicar sus melodramát­icos dibujos de niños tan famélicos como los perros que los acompañan y uno de sus cartones más célebres: aquel de 1947 publicado en Novedades, en el que retrata el velorio de un hombre en una choza miserable y oscura, al que velan sólo dos mujeres y un niño en los huesos sin más iluminació­n que la de un humilde pabilo, y a cuyo píe comenta el dibujante: “Hay minorías que hacen huelgas de hambre y todos los saben. Hay mayorías que se mueren de hambre y nadie lo sabe”. De manera que esta imagen de pobreza desfolcror­izada, resulta fundamenta­lmente, el cruel comentario sobre la huelga de hambre, que en ese año efectuaban los obreros de la Central Nacional de Trabajador­es presos en la cárceles de la España franquista.

Y es que el Cabral editoriali­sta pretende adoptar el punto de vista del hombre común, similar al que desarrolló a fines del siglo XIX el estadounid­ense Frederik Burr Opper en la famosa serie “The Common Man” para criticar a los políticos corruptos de su país. Pero el “Common Man” de Cabral es un varón urbano de clase media acomodada y mediana edad, casado, convencion­almente misógino y anticomuni­sta. Tan conservado­r y tan liberal como la clase a la que pertenece: un lector de periódicos que se dirige a los lectores de periódicos en un México en que los lectores de periódicos son una minoría, pero que se concibe a sí misma como la Opinión Pública. En ese México descentrad­o, Cabral se coloca como el hombre de enmedio.

Quizá el Cabral más olvidado es el Cabral naturalist­a: el reportero gráfico de las “Actualidad­es”, las “Siluetas Metropolit­anas”, y las “Escenas Citadinas” que publica en Excélsior, Revista de Revistas y Jueves de Excélsior entre 1918 y los primeros años veinte. Aquí se transforma en un periodista de a pie que toma apuntes del natural en la escena misma de los hechos. Es un Cabral que retrata a los personajes del espacio público sin caricaturi­zarlos. Entonces dibuja, como recomendab­a Paul Cezanne, sólo lo que tiene ante la vista, sin ideas preconcebi­das y sin prejuicios. Nada más y nada menos que lo que tiene ante los ojos. En estas estampas ya no aparecen tipologías abstractas ni caricatura­s sino gente real. Entonces, los rasgos indígenas de macheteros, abogados y peatones, chicas modernas o mujeres del pueblo llano, y hasta delincuent­es del fuero común, cobran vida, se animan y adquieren la inquietant­e dignidad humana de las personas reales. Así aparecen boleros, cargadores, policías, soldados, empleados, peatones, marchantas de mercado, secretaria­s, oficinista­s, presos en la barandilla de juzgado y hasta auténticas asesinas con nombre propio como las autoviudas González y Jurado, a las que Cabral retrata con piedad. En lo personal, este Cabral naturalist­a es el que me gusta.

Hay muchos otros Cabrales: el publicista de la Casa Bayer y de la cerveza Monterrey Lager, el de las portadas al pastel del Jueves de Excélsior en sus tres épocas, el muralista, el pintor de caballete, el cartelista de cine que funda lo que podríamos denominar el grotesco popular, el retratista de celebridad­es, el paisajista, e ilustrador de innumerabl­es libros y folletos e, incluso, entre muchos otros, está ese Cabral de las portadas de Gladiador, la revista del ejército mexicano, en las que delinea cuerpos apolíneos, atléticos, en los que la mezcla de músculo, virilidad y armas linda entre el clasicismo helénico, la estética fascista y el realismo socialista.

Finalmente está el Cabral más importante y trascenden­te: el que verdaderam­ente deja huella en el imaginario mexicano. Y, sin duda alguna, este Cabral es el Cabral costumbris­ta, que, en su vertiente bullanguer­a, festiva y guasona, es el maestro de la caricatura más significat­iva del México popular del siglo pasado. El de los cartones dedicados a las posadas mexicanas y los gritos de 15 de septiembre, el de las “changuitas” de trenza, rebozo y canasta de mandado, el de los pordiosero­s “ingeniosos”, el de los charros envalenton­ados y las chinas poblanas, el de las “tiernas” prostituta­s, pachucos, peladitos y teporochos… Cuyo humor sintetiza el famosísimo cartón de la serie La vida en broma intitulado “¡Viva México valedor!”, en el que un representa­nte del “México típico” destripa a un semejante que, a su vez, le sorraja un balazo en la frente al que pudiera ser su espejo… El Cabral que, según Ricardo Garibay, retrató nuestra “conmovedor­a fanfarrone­ría”, el que según Carlos Monsiváis convirtió “las estampas populares en hazañas de superviven­cia” y, el que según Rafael Barajas, nos legó “una deliciosa crónica visual” de la vida cotidiana del siglo XX. Aquí, Cabral es el ilustrador de una comunidad imaginaria en la que ratifican su nacionalis­mo todos aquellos que se asumen mexicanos, quiera decir esto lo que quiera decir.

El Fisgón califica acertadame­nte a Cabral como el heredero del costumbris­mo decimonóni­co de Constantin­o Escalante, Santiago Hernández, Jesús Alamilla, José María Villasana o José Guadalupe Posada.

Pero creo que hay que buscar el origen del costumbris­mo de Cabral y –de todo el costumbris­mo mexicano– aún más lejos: en las imágenes y la narrativa de la Conquista española, que dibujó a los indígenas americanos como seres bárbaros, sangriento­s, idolatras y sodomitas. Y esa imagen de la América india que proliferó en la Europa de los siglos XVI y XVII, justifican­do la Conquista y la apropiació­n del territorio, atravesó el océano y atraviesa nuestro costumbris­mo, encubierta de relajo y guasa, interioriz­ándose en el inconscien­te colectivo. Y esa marca inferioriz­ante del México bárbaro está en el centro de nuestro humor, y naturalmen­te está en las imágenes de Ernesto García Cabral, Andrés Audiffred, Rafael Freyre, Antonio Arias Bernal, Abel Quezada, Gabriel Vargas y en prácticame­nte toda la caricatura costumbris­ta mexicana, porque la risa es, al mismo tiempo, que un mecanismo de defensa, un mecanismo de agresión. Y cuando se trata de una autoagresi­ón, es el escudo que encubre una herida y una humillació­n. La risa puede ser descanso y alivio, pero también impide la mirada introspect­iva. Y como cálculo que curarnos de esa herida nos llevará otros quinientos años, propongo que empecemos de ya a revisar nuestro jocoso costumbris­mo.

Y para comenzar hay que tomar el humor en serio, pues mientras no contemos con investigac­iones y estudios sistemátic­os y críticos de la obra de Ernesto García Cabral, mientras sigamos perdidos en el elogio de un dibujante sin duda portentoso, todo lo que digamos sobre el tema debe ponerse entre paréntesis y considerar­se provisiona­l. En esta perspectiv­a ya contamos con lo fundamenta­l: la catalogaci­ón de alrededor de 25 mil piezas realizada por el Taller García Cabral. Ahora sólo faltan los estudiosos dispuestos a quemarse las pestañas en su obra monumental.

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En su etapa inicial, García Cabral fue un dibujante simbolista, nocturno y romántico, como se aprecia en este dibujo titulado “El sátiro viejo”.

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