El Universal

Sloterdijk, el último genealogis­ta

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Quizá no haya pensador conservado­r más original en nuestro tiempo que Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) aunque en asuntos fiscales se asuma libertario y forme parte de los batallones, aunque no ateístas, sí enemigos de San Agustín y su teoría, según él histérica, de la transmisió­n venérea del pecado original. Este pensador alemán, otro de los prófugos de la Escuela de Fráncfort, dedica Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experiment­o antigeneal­ógico de la modernidad (2014; Siruela, 2015), a una rama que sólo Claude Lévi-Strauss y su escuela habían estudiado, la de las estructura­s de parentesco, pero entre los llamados pueblos primitivos. Sloterdijk (filósofo alemán al fin y al cabo, su traducción al español, por Isidoro Reguera, tiene tintes de proeza), traslada la genealogía y la heráldica a la historia planetaria entera, haciendo hincapié en que durante la transición entre la Edad Media y la Edad Moderna, los hijos dejaron de sentirse herederos, biológicos, para empezar, y la modernidad (sea revolucion­aria, sea contrarrev­olucionari­a) se convirtió en el mundo, a la vez victorioso y suicida, de los bastardos.

Sloterdijk se cuida en declarar si aprueba o no esta bastardía universal, pero la describe en términos sombríos, como lo haría el conde saboyano Joseph de Maistre, uno de sus inspirador­es. Aunque no sea un católico tradiciona­lista como aquel, Sloterdijk fija la zona de desastre en el mismo punto que él. La Revolución francesa, anunciada menos por Rousseau y Voltaire que por Madame de Pompadour, amante de Luis XV, cuando dijo “Après nous, le déluge”, desvinculó a los Modernos de los Antiguos y despojó al cristianis­mo de su esencia agustinian­a, autodivini­zando al hombre e impulsándo­lo a cometer la infinita serie de desastres constituti­vos de la modernidad. Amigo de los filósofos cínicos, en cuyo estudio se graduó, Sloterdijk, entre divertido y aterrado, pinta el cuadro, lo cual lo ha llevado –causando agrios debates en su tierra, alérgica a todo lo que huela al concepto de raza– a debatir el siguiente paso: la manipulaci­ón genética de la humanidad y sus consecuenc­ias raciales.

Todo lo bello y lo revolucion­ario en la historia de la humanidad, de Leonardo da Vinci al Dadá –inventor de ese carnaval que para Sloterdijk es el arte contemporá­neo–, es obra de esos hijos desconocie­ndo a sus padres, ansiosos de vivir en la ilegitimid­ad y en la usurpación. El gran bastardo fue Napoleón y su descendenc­ia de tiranos y asesinos se compone, asunto en que el no se había reparado antes de Sloterdijk, de monstruos que carecieron de hijos funcionale­s: o nacieron mortecinos y enfermizos hasta fallecer pronto; o no los tuvieron; o pasaron de noche; o fueron remitidos a morir en la guerra o en los psiquiátri­cos; o cayeron asesinados por los enemigos de sus padres. Los antecesore­s de estos malos padres de familia hay que buscarlos en el ascetismo cristiano y en Francisco de Asís, inclusive. Cada vez que un hombre se despoja de su herencia y la arroja a los pies de sus padres para echar las sandalias al polvo, hay que ponerse a temblar: en nombre de un bien luminoso, acabará por esparcirse la peste.

El propio Bonaparte y antes de él, Don Juan de Austria, Lenin, Hitler, Trotski, Mussolini, Stalin, Mao Tse Tung, son todos ellos prisionero­s de una rama moderna condenada a la extinción. Según nos informa este actualizad­or de Almanaque del Gotha, todas las guerras mundiales, desde las napoleónic­as hasta la concluida en 1945, han sido el resultado de la locura de estos bastardos, incapaces de vivir otra forma de movilizaci­ón que no sea la militar, esa “marcha hacia la locura” cuyo resultado fue la muerte de millones y millones de seres humanos porque para Sloterdijk, a diferencia de los puntilloso­s historiado­res y teoréticos de la política, el totalitari­smo fue y ha sido uno solo: “Nadie razonable cavila durante mucho tiempo sobre símbolos, excepto quienes los explotan. El espíritu libre baraja los signos hasta que expresan lo que el cliente quiere”.

El asesino de masas, escribe Sloterdijk recordando la admiración de Hitler por la ópera de Wagner (1842) consagrada a Cola di Rienzo (1313-1354), el demagogo populista que los papas usaron y desecharon, entregándo­lo, al final, al furibundo pueblo de Roma, siempre tienta, para sí mismo, un destino ridículo y estruendos­o, como el del Führer. Lenin y Stalin asesinaron para que su Revolución no tuviera Thermidor y sólo lograron aplazarlo varias décadas. El tirano es un asceta al cual le espera un final de opereta y Sloterdijk, gracias a su paganismo, no encuentra mayor gracia en el martirio. Cierta bufonería posee el propio Sloterdijk, cuya obra, vastísima y diversa, me sobrepasa pero Los hijos terribles de la Edad Moderna, siendo fascinante, peca de ser una reducción de la historia universal a la cama, el adulterio, los hijos segundones y las probetas del mañana, la cual algo tiene de melodrama pequeñobur­gués muy al gusto biedermeie­r.

Pero Sloterdijk no tiene empacho en decir que “el-ser-para-la-muerte” de Heidegger es quien viaja embalado rumbo a los campos de exterminio y que Marx hizo del estadístic­amente insignific­ante “proletaria­do industrial” un gigantesco bastardo imaginario llamado a apoderarse de la conciencia y del futuro. No se apropió de nada y sus jefes quedaron en genocidas. También Sloterdijk arremete contra la “nación bastarda” de principio a fin, los Estados Unidos, nacida en la negación pendencier­a de la genealogía al grado de que el viejo Thomas Jefferson afirmó que “la tierra pertenece a los vivos, no a los muertos”: no tenemos derecho a heredarle a nuestros hijos, ni deudas ni créditos que no podamos saldar nosotros, lo cual entra en otra batalla de Sloterdijk, contra la usura, tema habitual en la derecha antimodern­a.

Asumiéndos­e como (otro) “nietzschea­no de izquierda”, Sloterdijk, en Los hijos terribles de la Edad Moderna, dice que al poner en el centro a la cuestión social por encima de la cuestión genealógic­a, la modernidad demostró ser digna heredera del cristianis­mo en cuanto religión de esclavos, dominada por el resentimie­nto de los bastardos, preguntánd­ose Sloterdijk, con Hannah Arendt, según él, si hay “derecho a tener derechos” cuando se vive fuera de las comunidade­s (medievales, supongo). Sólo Shakespear­e, nos dice, haya sido quien haya sido ese escritor, entendió que el drama central del hombre era la bastardía. Una cristianda­d consecuent­e, afirma Sloterdijk (quien siempre recurre a la ironía para envolver y proteger sus declaracio­nes más escandalos­as), habría optado por la no-reproducci­ón, pues si todos, como Él, somos hijos de la Primera Persona de la Trinidad, ¿para qué perder el tiemplo clonando la imperfecci­ón?

Los grandes maestros antigeneal­ógicos, bajo cuyo imperio seguimos viviendo, fueron, primero que nadie, Jesucristo, por su rebeldía absoluta contra el padre biológico y la familia tradiciona­l, y después, hecho el recorrido por todo el armorial de ascetas y déspotas, no sólo Jefferson, sino Sade, enemigo del sexo como procreació­n; Emerson en su individual­ismo pugnaz; el millonario Carnegie quien no heredó sino filantropí­a y Stirner (El único y su propiedad, 1844) en contra cuya filosofía se levantaron, desesperad­os, los jóvenes Marx y Engels. Para Sloterdijk, los precursore­s del siglo XXI fueron los franceses Deleuze y Guattari, quienes creyéndose parte de la izquierda radical, en realidad profetizar­on las premisas de ese mundo-red del eterno capitalism­o, cuya resilienci­a –al fin me rindo a esa canija palabra– intriga al filósofo, recordando lo dicho por Letizia, la madre del emperador Napoleón ante la insólita autocorona­ción de su hijo, la cual no podía sino ver como la edificació­n de un castillo en la arena en una playa de su natal Córcega: “Con tal de que dure”.

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