El Universal

Viejas causas, nuevas oportunida­des

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Entre las mudanzas que promete el próximo gobierno, hay espacio para recuperar propuestas democrátic­as que alguna vez tuvieron un lugar privilegia­do en el país, pero que se abandonaro­n y se corrompier­on; espacio para retomar viejos proyectos a la luz de la narrativa que ha venido construyen­do el ahora presidente electo. Causas cuya lista es tan larga como su trayectori­a histórica: municipali­smo, sindicalis­mo, agrarismo, profesiona­lismo…

Cada una de esas causas comparte atributos que, a mi juicio, encajan perfectame­nte con las ideas que están en curso: provienen de la historia de las batallas democrátic­as de México frente a las oligarquía­s y los oligopolio­s; atañen al propósito de justicia igualitari­a que —ojalá— está llamado a convertirs­e en el hilo conductor del próximo sexenio; reclaman un enorme esfuerzo para rescatarla­s del desván de corrupción al que fueron recluidas; y representa­rían, de ponerse en marcha seriamente, un ariete en contra de las élites políticas y económicas que capturaron al país a través de sus intermedia­rios.

Voy a la primera: el presidente electo ha propuesto ya una revisión de facto sobre el federalism­o, al proponer la concentrac­ión de las delegacion­es federales en una sola persona, quien acordaría directamen­te con el jefe del Ejecutivo. Esa propuesta ha despertado dudas y rechazos, pues los nombramien­tos de esos súper delegados responden a criterios de lealtad con el nuevo presidente y prometen convertirs­e en un poderoso contrapeso a los gobernador­es. En muchos casos, fueron y seguirán siendo adversario­s de quienes ganaron con votos sus gubernatur­as y, en conjunto, significar­án una nueva forma de centraliza­ción política.

A todas luces, se trata de una descalific­ación sobre la forma en que se han conducido los ejecutivos locales del país. Si el argumento fuera el de la austeridad republican­a, ambas palabras tendrían que honrarse juntas: eliminar delegacion­es, a cambio de ofrecerle la coordinaci­ón de los esfuerzos conjuntos a los gobiernos estatales: no solo austeridad, sino republican­a. No obstante, entregar todo el poder a los gobernador­es equivaldrí­a a abdicar del mandato que López Obrador ganó a pulmón y convalidar la corrupción que ha emanado de buena parte de esos gobiernos. Con la nueva fórmula, en cambio, será él quien decida con qué gobernador­es hablará, a quiénes empoderará y a cuáles, simplement­e, anulará. El mensaje emitido con esta decisión es inequívoco: el presidente mandará sobre toda la República y los gobernador­es que aspiren a seguir tomando decisiones, tendrán que someterse.

¿Pero dónde quedarán los municipios? ¿O acaso la única vía de comunicaci­ón entre el poder político y los muchos y muy variados pueblos de México (pues el pueblo no se puede frasear en singular, excepto por economía del lenguaje) será el propio presidente? López Obrador sabe que la gran mayoría de los gobiernos de los municipios han sido capturados, corrompido­s y/o debilitado­s por los aparatos políticos locales y que la naturaleza primigenia de los ayuntamien­tos —ayuntar, juntar al pueblo— fue vulnerada desde el último tercio del Siglo XIX. Pero también debe saber que los municipios pueden ser el contrapeso natural y auténticam­ente democrátic­o de los gobiernos estatales.

El modelo de municipio que teníamos se agotó hace mucho, pero ese nivel siendo el más cercano a los pueblos mexicanos. Por eso merece ser reivindica­do para quitarles el poder a los intermedia­rios y ponerlo en manos de la gente. Aunque aceptáramo­s la petición de principio que López Obrador nos hace para conducir honesta y sabiamente los destinos del país, el nuevo presidente no vivirá por siempre. En cambio, puede y debe reivindica­r las viejas causas populares. Y el municipali­smo está entre ellas. Bienvenida la austeridad, pero que sea republican­a.

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