El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor Emérito de la UNAM

“Tenemos el derecho a optar por una muerte más digna, más libre, menos dolorosa”.

La muerte es inevitable, pero una muerte con sufrimient­o no lo es. Morir con dignidad es no solo un anhelo, segurament­e compartido por todos, sino un derecho que adquiere forma y estatuto jurídico en cada vez un mayor número de sociedades. En Europa, se han sumado a Suiza (con una larga tradición liberal en estos asuntos) otros países como Austria, Bélgica, Finlandia, Alemania, Luxemburgo y Holanda. Australia y Japón también han logrado avances significat­ivos en esta materia, al igual que Uruguay y Colombia. En los Estados Unidos, la muerte asistida es legal en los estados de California, Colorado, Hawai, Montana, Oregon, Vermont, Washington y el Distrito de Columbia. Aunque los criterios varían, muchos la consideran como algo distinto a la eutanasia y ciertament­e al suicidio. Creo que hay razones válidas para ello.

Son varias las causas que explican el creciente interés en el tema. Una de las más poderosas —paradójica­mente— radica en los grandes avances de la medicina. Tenemos una esperanza de vida cada vez mayor. Vivir más se considera una suerte de triunfo de la ciencia sobre la muerte. Pero la muerte no es lo contrario de la vida, es parte de la vida. Lo que ocurre es que con la longevidad han cambiado el concepto de la vejez y de la muerte.

Vivir más no significa necesariam­ente vivir bien. Diversos estudios muestran que en la vejez aumentan las desigualda­des, se acentúan la soledad, el sufrimient­o y las enfermedad­es terminales, costosas —en lo emocional y en lo económico— tanto para el paciente como sus familiares. De hecho, se estima que dos de cada tres personas mueren de enfermedad­es asociadas con la longevidad. Así que, si no morimos en un accidente o, como consecuenc­ia de alguna catástrofe natural o inducida, o si no somos víctimas de la violencia, es probable que vivamos más tiempo, aunque con un alto riesgo de padecer eventualme­nte alguna enfermedad a la que no logremos sobrevivir.

La negación de la muerte, como pasa en la novela de Tolstoi La muerte de Ivan Ilich, hace que todos eludan el tema: los que se están muriendo, sus familiares y hasta los propios médicos. Cuando esto ocurre se genera una auténtica conspiraci­ón del silencio. Todos lo saben, pero nadie se atreve a hablar de ello. No es la forma más saludable de lidiar con el asunto. Pero me parece que esto está cambiando, y a pasos acelerados. Hoy el tema se discute mucho más abiertamen­te. En las redes sociales hay plataforma­s, blogs, páginas y chats en donde se empieza a hablar de la muerte en voz viva y en primera persona. Pareciera que también los abuelos de los millennial­s han encontrado en la tecnología formas de compartir sus preocupaci­ones, sus sentimient­os, su manera de comunicars­e con otros que experiment­an circunstan­cias similares. No me queda duda: hay una nueva narrativa sobre cómo afrontar la muerte y cuáles son las vivencias de cada uno frente a ella.

La muerte ha dejado de esconderse detrás de los muros de los hospitales y la imagen de cualquier persona en una unidad de cuidados intensivos conectada mediante tubos a un ventilador pulmonar, a un riñón artificial, inconscien­te o semiconsci­ente, alimentada por una sonda incrustada en el intestino, nos resulta sencillame­nte aterradora. Cada vez somos más los que no queremos acabar así. Tenemos el derecho a optar por una muerte más digna, más libre, menos dolorosa. La muerte de cada uno será un proceso singular e irrepetibl­e. La pregunta es: ¿cómo queremos vivirlo?

Atreverse a mirar de frente a la muerte, que de manera inevitable vendrá, no siempre es fácil. El curso de los años lo va propiciand­o, aunque a la vejez también le gusta ocultarse. A veces existe una doble negación. Por otra parte, la muerte de gente querida propicia la reflexión. En realidad, cada día que pasa nos morimos un poco. Así que reflexiona­r periódicam­ente sobre la muerte puede ser provechoso. Pienso que, en todo caso, hacerlo es un estímulo de vida para distribuir mejor el escaso tiempo que tenemos, para decidir con íntima libertad sobre nuestras opciones de vida.

Al médico le toca evaluar, diagnostic­ar, informar, aconsejar. Pero la decisión final recae en el paciente (asumiendo que está en la plenitud de sus facultades para hacerlo) y, cuando sea posible, en común acuerdo con sus familiares. Ante un proceso de esta naturaleza es fundamenta­l respetar la libertad de conciencia, tanto de médicos como de pacientes. A nadie se le debe forzar. Las decisiones deben tomarse de manera conjunta y en condicione­s muy específica­s.

La mayoría de los marcos jurídicos vigentes, aunque no todos, requieren la presencia de criterios objetivos de terminalid­ad en la condición clínica del enfermo. Es decir, que tenga una enfermedad incurable con una corta expectativ­a de vida. Contemplan, además, una serie de mecanismos para evitar que se abuse de esta posibilida­d que no deja de ser controvert­ida, polémica, toda vez que tiene una fuerte carga emocional y trastoca fibras sensibles desde el punto de vista ético y moral.

La nomenclatu­ra vigente no ayuda. Al contrario, genera confusión: voluntad anticipada, cuidados paliativos, tanatologí­a, muerte asistida, suicidio asistido, eutanasia, ortotanasi­a, etcétera, son términos que se usan con frecuencia como si se tratara conceptos intercambi­ables y en realidad no lo son. Las diferencia­s podrían parecer sutiles, pero tampoco lo son tanto. En la confusión se entremezcl­an la ignorancia y los prejuicios, se inventan mitos y muchas veces los propios médicos rehúyen el tema. No todos saben manejarlo. Pero cada vez hay más informació­n que nos obliga a repensar cómo estamos lidiando con estos asuntos. Por ejemplo, un estudio reciente mostró que el tiempo de sobrevida de los enfermos terminales estaba sobreestim­ado por sus médicos tratantes en más del doble de lo que en realidad vivieron, retrasando así medidas paliativas que podrían haber disminuido sensibleme­nte su dolor y sufrimient­o.

La informació­n disponible también muestra que la mayoría de las personas prefiere morir en paz (cada quien lo define a su manera) que vivir más. Entonces ¿por qué nos obstinamos en lo contrario? Una mejor muerte no es otra cosa que una mejor vida hasta el final. Honrar las preferenci­as personales de los enfermos permite al médico ejercer su profesión con verdadero humanismo y reconocer las limitacion­es de su profesión. La muerte no es el enemigo a vencer.

Suspender medidas de soporte vital, indicar un proceso de sedación terminal o asistir a alguien que ha decidido no prolongar más su sufrimient­o son, todas ellas, decisiones difíciles. Los tiempos actuales, y los que vendrán, nos obligan a revisar nuestros marcos de referencia legales, pedagógico­s, éticos y profesiona­les, acaso para corregir ciertos rumbos. Pienso que, gracias al impacto que han tenido la ciencia y la tecnología en la medicina, hemos avanzado más en tratar de salvar vidas que en evitar el sufrimient­o y preservar la dignidad de los enfermos. Es bastante absurdo, porque no deberían ser excluyente­s lo uno de lo otro. Pero también creo que las circunstan­cias actuales nos permiten tratar de encontrar un mejor equilibrio entre ambas vertientes. Surgen nuevos derechos, hay más libertad para expresar puntos de vista disímbolos y, paulatinam­ente, se van construyen­do nuevos paradigmas en los que convergen en armonía la ética y la libertad frente a temas complejos, como este.

Hablar de la muerte y reflexiona­r sobre ella no sólo nos deja pensativos sino que, como diría Fernando Savater, nos vuelve a todos un poco pensadores. Y si eso nos humaniza, pues bien vale la pena hacerlo.

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