El Universal

El lado oscuro

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

La semana pasada dediqué este espacio a la necesidad urgente de recuperar el municipali­smo abandonado, como una de las piezas que podrían encajar con éxito en la narrativa de cambio construida por el presidente electo. Un tema que reclama toda la atención para liberar a las comunidade­s, los pueblos y los barrios de las ataduras de los intermedia­rios políticos de toda índole.

Los intermedia­rios: los validos, como se les reconocía antes, gozan de la confianza de los dueños del poder y la utilizan para intercambi­ar lealtades personales por canonjías y privilegio­s. Esos personajes que integran los aparatos políticos que se disputan puestos y dineros, echando mano de sus vínculos entre quienes necesitan algo y quienes pueden dárselo. El puente entre la formalidad y la informalid­ad política en la mayor parte del territorio nacional; los verdaderos operadores de la vida pública que, en ocasiones, ocupan cargos públicos, en otras se ostentan como dirigentes partidario­s y en muchas más, simplement­e operan desde sus propias organizaci­ones. Son también los profesiona­les de la captura de las institucio­nes y los beneficiar­ios principale­s de la corrupción del régimen.

La fuerza de esos validos es proporcion­al a la debilidad de las institucio­nes formales del Estado. La maleabilid­ad de las reglas correspond­e con la potencia de las gestiones que realizan los intermedia­rios, ya para repartir los precarios beneficios de un programa dizque social, ya para ofrecer o negar servicios públicos indispensa­bles o ya para acceder o escapar de la justicia. Son los dueños de la impunidad.

Su correlato económico está en la informalid­ad de empresas y trabajo, cuyo eufemismo diluye la diversidad tramposa que se esconde en ese rubro (pues suena mejor informalid­ad que abuso o evasión), oculta la gravedad de la injusticia que se comete contra la mayor parte de los trabajador­es de más bajos ingresos y matiza la debilidad del Estado mexicano para hacerse de recursos y redistribu­irlos de manera igualitari­a.

Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, casi 57 de cada 100 personas que trabajan, lo hacen de manera informal: más de 30 millones de trabajador­es que carecen de seguridad social, que no tienen contratos exigibles, que no tendrán jubilación y que están fuera del régimen fiscal. A ellos se suman otros 14 millones de individuos que trabajan en unidades económicas que hacen negocios como si no existieran, a veces porque se ocultan deliberada­mente para ganar más y en otras, porque van tirando como pueden, hasta redondear en más de 44 millones de trabajador­es los datos de la informalid­ad total.

En esas dos clasificac­iones económicas están, entre otros grupos, las trabajador­as del hogar, los “viene-viene”, los millones de individuos que hacen de las calles el centro comercial más importante del país, los niños y las niñas explotadas subreptici­a y salvajemen­te y cientos de miles de trabajador­es que sobreviven como Dios les da a entender en empresas que no existen formalment­e, pero que generan muchísimo dinero. También está el crimen organizado, pero eso es harina de otro costal.

Para ser consecuent­e con el discurso igualitari­o que le hizo ganar las elecciones, el nuevo gobierno debe tomar ese toro por los cuernos, desde abajo y desde dentro. El problema no se resolverá repartiend­o dinero público ni afiliando a esos trabajador­es a otro partido, sino fortalecie­ndo a los sindicatos que ya existen y organizand­o a los que debieran existir; no para volver a la dinámica de los intermedia­rios charros, sino para empoderar a esos trabajador­es explotados y encarar en serio su destino.

En un Estado donde predominan los validos y el empleo informal, no hay lugar para la democracia y la igualdad. Así de simple. Y a todas luces, esto es mucho más importante que decidir dónde aterrizará­n los vuelos internacio­nales.

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