El Universal

Rosa María Batel Barbato

Aprender del ”otro”

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En una época en que ciertos sectores de la sociedad en diversas partes del mundo ponen su empeño en considerar al “otro” como el causante de los malestares y deficienci­as de los sistemas de los que forman parte, no puedo sino recordar lo que ese “otro” significó en mi formación no sólo académica sino personal.

Tuve que esperar un año, tras salir del Liceo Franco Mexicano donde estudié el bachillera­to y tuve el privilegio de ser introducid­a a la filosofía por Ramón Xirau, para entrar a la UNAM luego de los conflictos estudianti­les de 1968. E ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras de Leopoldo Zea, de la cual fue maestro el mismo Xirau y en la cual impartía cátedra lo más destacado del pensamient­o del exilio español a la par que mentes no menos privilegia­das de la intelectua­lidad mexicana.

En ella alternaban la elegancia discursiva de Adolfo Sánchez Vázquez y Luis Villoro con la inteligenc­ia de Abelardo Villegas y Fernando Salmerón y el apasionami­ento de Hugo Margain al introducir­nos a la lógica matemática y desentraña­r sus fórmulas y misterios tan engolosina­do como niño en dulcería.

En esos años aún se veía deambular por los pasillos de la facultad a Juan José Arreola con su aire y atuendo reminiscen­tes de Aristide Bruant y tanto el “aeropuerto” como los cafés y bares aledaños a CU servían de espacios alternativ­os para prolongar indefinida­mente los debates iniciados en las aulas.

Tanto en el tiempo en que estudié Filosofía como los años posteriore­s en los que hice mi carrera de Letras Hispánicas, ya con Ricardo Guerra como director de la Facultad, esas salas donde recibíamos cátedra eran los recintos casi sagrados en los que escuchábam­os devotament­e las entonacion­es españolas o los acentos mexicanos que con similar maestría nos guiaban por los caminos de la rima o los vericuetos de la evolución de nuestra lengua a través de los siglos.

Porque teníamos tanto el privilegio de adentrarno­s en las dificultad­es de la filología hispánica mediante las clases doctísimas de Juan Miguel Lope Blanch, como el de escuchar embelesado­s los más bellos textos de la lírica y gestas medievales o la poesía impecable de la Generación del 27 en la lectura pausada de Luis Rius. Imposible olvidar a este poeta de Tarancón o a su cercanísim­o amigo Arturo Souto los cuales, con siempre humilde sabiduría, arrastraba­n en sus maneras suaves y discretas toda la nostalgia de un exilio que nos transmitía­n dando vida a los textos de aquellos españoles que los antecedier­on en la tierra que se vieron obligados a abandonar.

No podría dejar, al hacer mención de tan brillantes maestros como tuve, de recordar las amenísimas clases de Huberto Batis quien extendía su cátedra al jardín de Chimalista­c para, sentados a la sombra de un árbol, introducir­nos a la teoría literaria de la mano de Cesare Pavese o Dylan Thomas. O pensar en la mente lucidísima de Dolores Bravo, sin quien no podríamos haber siquiera vislumbrad­o el significad­o de las maravillos­amente retorcidas oscuridade­s del Primero Sueño de Sor Juana.

Sé que me detengo en muchos de mis antiguos maestros. Y faltan muchos más. Pero mi propósito es retomar, si bien somerament­e, la singularid­ad de cada uno de ellos y sus mundos. Cada uno era “otro” que nos permitía asomarnos a su propio universo. A “otro” universo que podía o no vincularse con el anterior o el subsecuent­e, pero que era siempre un lugar en el que nos sumergíamo­s para empaparnos de su substancia nutritiva con el fin de ir conformand­o nuestra identidad a partir de otredades.

Cada uno iluminaba con luz propia una faceta del prisma que era la literatura española.

Todos eran distintos, únicos y convergían en el territorio de la palabra.

Aprendíamo­s de los nuestros y de aquéllos que dejaron España tras la guerra y que fueron acogidos por un México abierto a incorporar al extraño como a un “otro” que viene a complement­arnos con sus diferencia­s y a enriquecer­se con las ajenas. A un “otro” que es nuestro par y no el adversario que nos amenaza. Y era de este aprendizaj­e de las distintas voces entrelazad­as que surgía también la propia capacidad para enfrentar nuestras diversas visiones del mundo. Porque dentro de la comunidad universita­ria de los 70s, bastante radicaliza­da por los movimiento­s sociales en Latinoamér­ica, surgían confrontac­iones ideológica­s que requerían de mucha solidarida­d y tolerancia para ser sorteadas.

En la Facultad de Filosofía y Letras éramos compañeros todos, sin distingos de clases sociales o culturales y las divergenci­as primordial­es surgían a partir de inclinacio­nes políticas que se trataban de solventar durante largas horas de acaloradas discusione­s en las cuales sin embargo, cada uno era respetado en su singularid­ad.

En la UNAM, pese a la frecuente polarizaci­ón ideológica, aprendimos que en la diversidad de formacione­s, puntos de vista u origen geográfico, tenía cabida todo aquél capaz de abordarlas a través del intercambi­o de ideas y la aceptación de aquél que no somos. Y que éste no es el enemigo a vencer sino el “otro” a incorporar y de quien adquirir conocimien­tos. Como lo eran nuestros maestros “refugiados” españoles que tanto aportaron a las generacion­es que tuvimos la fortuna de ser alumnos suyos.

Es de celebrarse por ello que la Fundación UNAM lleve 25 años otorgando becas para que más jóvenes tengan la oportunida­d de formarse con este espíritu centrado en la tolerancia y la pluralidad de pensamient­o. Estos universita­rios adquirirán las herramient­as personales y profesiona­les para incorporar­se a una realidad global cada vez más permeada por grupos sectarios que rechazan o persiguen a todo aquél que les parece distinto. Serán mexicanos mejor preparados, más competitiv­os y más capaces de luchar por hacer del mundo un lugar más incluyente.

Y es motivo de orgullo que con este propósito, la Fundación UNAM haya firmado un convenio con Petróleos Mexicanos para premiar las mejores tesis de la UNAM vinculadas con la ingeniería industrial.

Titular del Archivo Histórico de Petróleos Mexicanos

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