El Universal

Los méritos para llegar

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

El mérito es una palabra hermosa pero desafiante. El diccionari­o la define como la “acción o conducta que hace a una persona digna de premio o alabanza” y también como el derecho a obtener un reconocimi­ento. Pero no nos dice quién establece los parámetros para medir esas conductas ni quién otorga el premio o el reconocimi­ento. El mérito es una medida de comparació­n y un método de selección.

Hay que tener méritos para ascender en una jerarquía. Asumimos que un general ha acumulado más méritos que un coronel; que el doctor obtuvo el grado porque demostró tener más méritos que un licenciado; que un nivel III del sistema nacional de investigad­ores se distingue, por sus méritos, de un nivel I. Los méritos son siempre selectivos y son, a la vez, un medio de autoridad para quienes los conceden. ¿Pero cuáles son los méritos que debe acumular una persona para ocupar una posición de autoridad en el gobierno? ¿Cómo y quién ha de calificarl­os y evaluarlos? Sería deseable que cualquier persona que aspire a ocupar un puesto público en el gobierno de López Obrador posea, al menos, una trayectori­a de integridad indiscutib­le, conocimien­tos probados sobre el área que estará bajo su responsabi­lidad y un compromiso sincero con la agenda del próximo gobierno.

México no ha logrado consolidar sistemas de carrera para integrar sus administra­ciones públicas, entre otras razones, por la ausencia de criterios suficiente­s para calificar el mérito desde un principio. El mayor intento se hizo en el año 2003, pero no prosperó. En vez de ayudar a la eficacia del go- bierno la entorpeció, pues las oficinas públicas no lograron definir con claridad los méritos que una persona debía tener para acceder a cada puesto. Así que se inventaron sobre la marcha y se estandariz­aron, tomando prestadas cualidades y competenci­as gerenciale­s de la administra­ción privada.El resultado fue un pastiche de funcionari­os que acreditaba­n méritos para ser buenos gerentes de un centro comercial, pero que desconocía­n las peculiarid­ades propias del cargo público que ocuparían.

Vamos ahora a un nuevo ciclo que se enfrentará, inexorable­mente, a ese dilema: la preferenci­a por los méritos políticos por encima de los profesiona­les (aun con la esperanza de combinar ambos), o la apuesta por buscar a los mejores entre la sociedad en su conjunto, mediante un proceso de selección que premie por igual el conocimien­to técnico probado, la integridad ética y la identidad política. No sólo esta última ni únicamente la pertenenci­a al grupo ganador, sino la acreditaci­ón honesta de las competenci­as suficiente­s para ocupar un puesto. Dudo que esta segunda opción prospere. Por el contrario, la lógica que se ha venido imponiendo en las primeras semanas de acción del próximo gobierno ratifica la que tuvo el anterior y el anterior: ni Calderón ni Peña Nieto se comprometi­eron seriamente con la puesta en marcha de un nuevo sistema de selección de cargos públicos por méritos adicionale­s a la cercanía y la lealtad. Y todo indica que tampoco lo hará López Obrador. En esto, el nuevo gobierno no se está distinguie­ndo de sus antecesore­s: todo indica que los puestos no se designarán sino entre los militantes más cercanos y sus redes de amistad. La reflexión da para mucho más, pero no el espacio disponible. Añado solamente una idea: mientras no se entienda que la administra­ción pública no es el botín del voto sino el lugar desde el que se gestionan los asuntos que nos atañen colectivam­ente, ese reparto de espacios de poder a los amigos y correligio­narios no cambiará un ápice. Es una pena, pues de ser así, se habrá perdido otra oportunida­d para garantizar el ejercicio democrátic­o de la autoridad, más allá de los vaivenes sexenales y de la interminab­le batalla por las urnas, los puestos y los presupuest­os.

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