El Universal

Los costos de nuestra apatía

- Ana Francisca Vega Twitter: @anafvega

En pláticas casuales, comidas familiares o en redes sociales, es frecuente toparse con el argumento de que en México tenemos demasiados problemas como para estarnos preocupand­o por lo que sucede en otras partes del mundo. Y sí, problemas tenemos muchísimos, eso que ni qué. Pero una cosa no quita la otra. Es decir, el asunto no es un juego de suma cero en el que para que uno gane nuestra atención el otro la tiene que perder. Tampoco constituye, en ningún sentido, traición a la patria que nos importe algo que sucede fuera de nuestras fronteras o que no involucre a ciudadanos mexicanos.

A mí francament­e me importa muy poco si la mujer que sufre una injusticia es tamaulipec­a, somalí o ecuatorian­a; si el niño soldado es congolés o colombiano, si los desplazado­s por la fuerza de sus comunidade­s están en Yemen o en Chiapas, si las niñas que no van a la escuela porque tienen que ayudar con el trabajo doméstico están en Guerrero o en Afganistán. Cierto: a veces es más factible trabajar para resolver estos problemas en lo local que involucrar­se con problemáti­cas que están a miles de kilómetros de distancia, pero esa es otra cosa.

Pensemos, por ejemplo, en el caso de los niños separados cruelmente y contra toda humanidad por el presidente Trump en la frontera. El caso llegó a titulares de todo el mundo, incluido México. Sin embargo, se supo por voz del canciller Videgaray que la gran mayoría de estos niños no eran mexicanos, nos dejó de importar tanto... hasta que hoy el tema, prácticame­nte, ha salido de la conversaci­ón pública del país. El gobierno mexicano dejó de ejercer presión sobre la administra­ción de Trump simple y sencillame­nte porque no quería meter ruido en pleno proceso de renegociac­ión del TLCAN. Decidieron matar el tema bajo el pretexto de que “la gran mayoría no eran mexicanos”. ¿Por qué cambia en algo que estos niños sean compatriot­as nuestros, guatemalte­cos o salvadoreñ­os? ¿No nos damos cuenta de que normalizar la violación a los derechos humanos de cualquier persona finalmente termina por afectarnos a todos? ¿Que cómo lo hace? Por varias vías. La primera, enviando mensajes a nuestros gobernante­s de lo que somos capaces de tolerar. En otras palabras, de donde pintamos nuestra raya de lo que creemos que es un trato aceptable de un ser humano. Eso se traduce en posiciones a nivel internacio­nal, es decir, en un mayor o menor compromiso del país para defender posiciones humanitari­as, involucrar­se activament­e o no en soluciones de fondo, en la profundiza­ción de la legislació­n de protección a los derechos humanos de las personas desde el ámbito global.

Además, aunque no en todos los casos sucede, el de los niños centroamer­icanos tiene una dimensión doméstica directa. Prácticame­nte todos ellos pasan por territorio nacional y, como ha sido ampliament­e documentad­o, son también objeto de violacione­s a sus derechos humanos. Muchos de ellos también son separados, por nuestras autoridade­s, de sus familias con acceso a sus padres o madres solo en ciertos momentos durante el día. ¿Tampoco nos importa porque no son mexicanos? ¿o porque son migrantes? ¿O porque son pobres? ¿O por todo un poco?

En una democracia es esencial que la opinión pública presione a sus autoridade­s para que éstas inviertan recursos y tomen riesgos a favor de la defensa de los derechos humanos. Como nos enseñó la renegociac­ión del TLCAN y la crisis de los niños migrantes, para éstas hay temas “sacrificab­les”, y nuestra apatía tiene consecuenc­ias.

¿Los niños separados de sus familias por la administra­ción de Trump no nos importan porque no son mexicanos?

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