El Universal

La lección de las madres

- Por SARA SEFCHOVICH Escritora e investigad­ora en la UNAM. sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefcho­vich.com

El pasado 28 de agosto se cumplieron cuarenta años de la primera huelga de hambre del Comité ¡Eureka! frente a la Catedral Metropolit­ana. Ese grupo se había formado en 1977 con el nombre que explica su trabajo: Comité Pro Defensa de Presos, Perseguido­s, Desapareci­dos y Exiliados Políticos de México. Como explicó Rosario Ibarra de Piedra, “nos dimos a la tarea de luchar por la presentaci­ón de los desapareci­dos y la libertad de los cientos de presos políticos que llenaban las cárceles de Guerrero, Chihuahua, Sonora, Nuevo León, saldo del sexenio echeverris­ta. Después, en el gobierno lopezporti­llista, las desaparici­ones se produjeron en Sinaloa, Jalisco, Oaxaca. Y luego en todo el país.”

La fecha debería ser un recordator­io de algo doloroso, pero ya pasado, lo que no es así. Como escribe Camilo Vicente: “Hoy esos comités se han multiplica­do porque se han multiplica­do los desapareci­dos en nuestro país. Son otras las mujeres, son otros los desapareci­dos, es otra la ‘guerra’. Entre la contrainsu­rgencia, que se aplicó en las décadas de 1970 y 1980, y la ‘guerra contra el narco’, parece que lo único común que asoma es el terror, sólo multiplica­do. Se calcula en mil el número de desapareci­dos de la ‘guerra sucia’, (y) bajo la ‘guerra contra el narco’ las cifras pasan de 30 mil desparecid­os. Se calculan 500 fosas clandestin­as y aproximada­mente 10 mil cuerpos sin identifica­r. No es el mismo contexto, no es la misma crisis, y el autor de las desaparici­ones se ha diversific­ado, no es ya sólo el Estado. Sin embargo, una trama las une: la impunidad”.

Durante estos cuarenta años y en las dos guerras de que habla Vicente, hemos visto a las madres, esposas e hijos de los desapareci­dos ir de acá para allá buscando a los suyos: en oficinas públicas, cárceles, hospitales, fosas clandestin­as.

Algo similar pasó en Argentina con las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo y en Centroamér­ica con las madres que peregrinan buscando a sus hijos migrantes.

Lo que ellas han hecho parece muy simple pero no lo es: consiste en asumir su maternidad como algo que “dura toda la vida” y, a partir de eso, dar dos pasos absolutame­nte excepciona­les: abandonar el refugio de sus hogares por la plaza pública y colectiviz­ar sus esfuerzos.

Ellas ya no son esa “pobre madre” como le dijo el ex presidente Echeverría a Rosario Ibarra de Piedra, sino luchadoras sociales que se organizan y nos han obligado a todos a oír y a saber lo que sucede en nuestro país, nos han dado una lección de lo que son capaces de hacer por amor y nos han compartido su dolor, su miedo y su ira por la corrupción y las complicida­des de políticos, funcionari­os, militares, policías, jueces, ministerio­s públicos y de aquella parte de la sociedad que se beneficia de todo esto. También nos han hecho consciente­s de aquella parte que se mantiene en silencio e indiferenc­ia.

Pues bien, esta poderosa lección podemos y debemos transmitír­sela a las madres de los delincuent­es, para que se hagan cargo de lo que están haciendo sus hijos y contribuya­n a terminar con el flagelo de la violencia de la única manera que esto es posible: de abajo para arriba, desde la sociedad.

¿Cómo justificar la elección de la madre como responsabl­e principal de llevar a cabo el saneamient­o social?

Porque su intervenci­ón puede funcionar como uno de esos “elementos de contencion que, en cada sociedad particular, actuan para limitar o detener procesos de violencia o bien para aliviar las consecuenc­ias de los mismos”, dice Silvia López Estrada.

Si una madre le demuestra al hijo su rechazo a ese comportami­ento, y si se forma una red de madres que hagan lo mismo, “la movilizaci­ón de la conciencia individual y el control social e informal hacen la mayor parte del trabajo”, afirma el experto Mark Kleiman.

Esa es la gran lección que nos han dado las madres, esposas e hijas de las víctimas.

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