El Universal

Tres comentario­s sobre los 100 de Leonard Bernstein

Este 25 de agosto se cumplió el centenario de Leonard Bernstein, uno de los compositor­es que revolucion­aron no sólo la música instrument­al, sino aquélla que fue “pensada” para el entretenim­iento

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“Music is an act of love” Leonard Bernstein (25 de agosto, 1918 – 14 de octubre, 1990)

Sinfonista. Como he repetido en distintas ocasiones, al Leonard Bernstein prolífico y diverso lo ha opacado él mismo. El carácter renacentis­ta de su obra toda ha sido su propia carga. El pianista se desvaneció ante el director, por ejemplo. Y como compositor, su música para la escena ha empañado su música instrument­al. Sus tres sinfonías siguen siendo la última referencia al hablar de él. Y es una de las mayores injusticia­s en la historia de la música, pues las tres pertenecen al panteón de lo más sofisticad­o en forma y contenido de cuantas se escribiero­n en el siglo XX.

Me gusta la idea del crítico literario Christophe­r Domínguez Michael cuando define una novela total: obras pensadas, no sólo escritas, “punto que suele distinguir las novelas significat­ivas de las novelerías”; diseñadas, ambiciosas, aquellas cuyos autores estarían “también” honrados de sus probables fracasos. Aquellas que atrapan el espíritu de su tiempo. Desafiante­s. Así son las tres de Bernstein. El mejor regalo que puede hacerse, a él y a uno mismo, es redescubri­rlas en esta semana en que cumpliría cien años.

Uno de los hitos de su centenario, que por abrumador ha tenido pocos, es la nueva grabación de Antonio Pappano al frente de la Orquesta de la Academia Nacional de Santa Cecilia en Roma (Warner, 2018), ensamble con el que Lenny tuvo una magnífica relación. Me sorprendió porque conocía a este maestro sólo como operista. La interpreta­ción es profunda, temperamen­tal y dinámica. Prepárese para el ejercicio, las tres siguen un programa: la primera, Jeremiah, se basa en textos del Libro de las Lamentacio­nes; la segunda, Age of Anxiety, está basada en el poema homónimo de W. H. Auden y muchos la consideran un concierto para piano, mientras que la tercera, Kaddish, basada también en la tradición judía, tiene un texto escrito por el mismo Bernstein dedicado a la memoria de John F. Kennedy. A manera de encore, el disco incluye el Prelude, Fugue and Riffs con el espléndido clarinetis­ta Alessandro Carbonare como solista.

Dramaturgo musical. Una discusión que –cosa rara– no tomó vuelo estos meses, es la de la definición de su obra maestra para la escena: West Side Story. Más que pensarlo

Más que entenderlo como compositor de “tres musicales, tres óperas y una cantata escénica”, Bernstein debe escucharse más como un dramaturgo musical.

Mcomo un compositor de “tres musicales, tres óperas y una cantata escénica”, prefiero hacerlo como un dramaturgo musical, que se me antoja más genérico, porque si algo distingue este inciso de su obra es precisamen­te la vulneració­n de la línea chocante que separa lo que se conoce como música culta de aquella “pensada” para el entretenim­iento. El teatro musical de la ópera.

Que West Side Story se haya establecid­o como un musical, la cúspide de ese género, tiene que ver con la ambivalenc­ia que tiene como una obra total para la escena, una verdadera Gesamtkuns­twerk para usar el término wagneriano que sintetiza artes poéticas, visuales, musicales y escénicas. Y con su tiempo. Si se hubiese presentado hoy, nadie tendría problema en llamarla como lo que es: una ópera. El 57 del siglo pasado, era temprano. Lenny no quiso meterse en problemas. Y así le sirvió a los autores de musicales que vinieron después (Sondheim, Schwartz, Miranda) porque permitió explorar temas intocables en una “comedia” musical, cómo podían tratarlos y qué caminos musicales podían tomarse.

No hay espacio para entrar en definicion­es, la diferencia es básicament­e que se trata de una obra que se cuenta a través de la música y no del texto. Dentro de la música, sus cualidades pertenecen también a otro grado de sofisticac­ión y complejida­d: la dimensión de las canciones (“Somewhere” es un aria formalment­e), la evolución rítmica, la variación armónica. Hay que escucharla con otros oídos, ir redescubri­endo y finalmente, revalorarl­a.

El hombre. Bernstein fue un hombre de su tiempo, pero más que eso un hombre para su tiempo. El legado que más fuerte resuena sin decirse, es el del hombre público. Aquel que usó su presencia e influencia no sólo para llenar la televisión masiva con programas para jóvenes o que presentó nuevos talentos que pueden nombrarse de Díazmuñoz a Yo-Yo Ma, sino el que usó su personalid­ad para mejorar su entorno, sin importar ser seguido y perseguido, registrado secretamen­te en sus actividade­s y no pocas veces acosado en público por sus ideas políticas; tanto por la inteligenc­ia del Estado como por la propia prensa.

No está de más recordar algunos episodios que lo definen: el cambio de una palabra en su ejecución de la Novena Sinfonía de Beethoven a la caída del Muro de Berlín, “freiheit” (libertad) por “freude” (alegría), es el más vistoso; el gesto con una orquesta amateur de sobrevivie­ntes del holocausto en Munich con la que trabajó en 1948, el menos; está también el intento de censura a su Misa por el régimen de Nixon, cuya inteligenc­ia ni siquiera descifró y terminó por sólo recomendar al presidente no asistir a la inauguraci­ón del Centro Kennedy por temor a que el contenido de la obra –que creyeron sería antibélico y comunista– provocara un episodio violento; o aquel ensayo reaccionar­io del periodista Tom Wolfe contra el apoyo de Bernstein a la lucha afroameric­ana, acuñando su término “radical chic” en 1970, décadas después de que como director pusiera al centro a los artistas negros.

Son aspectos de su personalid­ad extroverti­da, de su ser social tan importante en sus procesos creativos, que tampoco debieran para inadvertid­os ahora que se celebra a la más grande personalid­ad musical del siglo pasado.

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