El Universal

De la barbarie al etnicismo

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Quien asista, en algún museo de Nueva York, São Paulo, Tokio o la Ciudad de México a una exhibición pictórica o artística dedicada al arte de los mazahuas, los inmigrante­s sirios en los Estados Unidos, los afroameric­anos, los antiguamen­te e incorrecta­mente llamados “esquimales” o los “latinos” en cualquiera de sus expresione­s nacionales o regionales, probableme­nte no sospechará que “la etnitizaci­ón del Arte Contemporá­neo”, podrá ser muy justa pero no tiene nada de contemporá­nea. Éric Michaud, en Les invasions barbares. Une généalogie de l’histoire de l’art (Gallimard, 2015), demuestra que la raza –concepto hoy solapado bajo el eufemismo del etnicismo– está en los orígenes de la historia del arte, al menos en Occidente y que es una pieza hasta la fecha inamovible en el tablero de la estética, la curaduría y la museografí­a.

Sin remitirse al concepto de filiación, la historia del arte tal cual la conocemos no existiría. Las llamadas “invasiones bárbaras”, ocurridas entre los siglos II y VII de nuestra era, responsabi­lizadas de la corrosión y del derrumbe del Imperio romano, fueron leídas, hacia 1800, como una infusión de sangre nueva –mediante una legítima cristianiz­ación– en el cuerpo avejentado y corrupto de la latinidad. Aunque basta con leer a Gombrich para enterarse que el estilo gótico, considerad­o la expresión artística propia de la perfección cristiana, era llamado también “estilo internacio­nal” en la Edad Media, el profesor Michaud (1948) nos explica que el romanticis­mo, sobre todo el germánico, “desbarbari­zó” a los bárbaros a lo largo del siglo XIX.

Esas hordas crueles de vándalos (de allí que el verbo transitivo “vandalizar” haya sido inventado por el abate Grégoire para describir la destrucció­n de iglesias y monasterio­s durante la Revolución francesa), francos, avaros, longobardo­s, visigodos, sajones, hunos y otros muchos pueblos, pasaron a significar la verdadera fundación del arte cristiano, severo, monumental y nórdico, contra la decadente sensualida­d del paganismo cristianiz­ado de Roma. Que entre las invasiones bárbaras y los tiempos de las grandes catedrales góticas hayan pasado cinco siglos oscuros importó a pocos.

Dejó de hablarse del asesinato de los romanos por los bárbaros, quienes pasaron de ser considerad­os “nómadas” a quedar empadronad­os como “germánicos”, lo cual, a Francia, por ejemplo, le creó un severo problema de identidad nacional, obligada a alejarse de la decadente latinidad (la Galia romana quedó en una presuntuos­a y fugaz aventura de Julio César) para concebirse como un pueblo franco-germánico, cuya misteriosa prehistori­a convenía situar en los esquivos celtas.

Tanto Vasari (1511-1574) como Winckelman­n (1717-1768) creyeron que el gran arte, clásico y helenístic­o, había sido liquidado por los invasores bárbaros. Mientras el primero pensaba que gracias al genio individual patrocinad­o por los Médicis recomenzab­a la historia del arte, el segundo fue el primero en hacer de la estética una imitación de la biología, de tal forma que la primera, como los hombres mismos, tenía infancia, adolescenc­ia, madurez y vejez. El sabio Winckelman­n, desde luego, se contradecí­a al proponer esa gradación vital, acusando por decadentes a las artes de su tiempo, pero intemporal a la gloria clásica.

La “identidad fluida”, como hoy la llamaríamo­s de los llamados bárbaros, poco le importó a los sucesores, sobre todo alemanes, del anticuario Winckleman­n, quienes fundaron la historia del arte cristiano desde el anticlasic­ismo, vindicando lo que tres siglos atrás, a Vasari, le parecía el despreciab­le, por pesado, estilo “tedesco”. Hegel fue más lejos y declaró que no había sido con los germanos cuando nació el cristianis­mo, punto de vista compartido, en este caso no sin cierto pesar dado su paganofili­a, por Goethe. Historiado­res del arte como Aloïs Riegl y Heinrich Wölfflin, internándo­se en la estilístic­a, fueron más lejos: los “latinos” eran virtuosos por las cualidades del tacto y la óptica pero carecían del resto de los sentidos cuya comunión era necesaria para hacer gran pintura. Las salas de los primeros museos, a lo largo del XIX y aun después, solían estar dedicadas a las razas y a las naciones, no a individuos creadores de cuadros singulares. Cuando se hablaba de estilos y escuelas, se destacaba si eran germánicas, flamencas, españolas o italianas.

Ese discurso basado en la sangre –es decir, en la raza– hacía honor al protonacio­nalismo de Herder y era tan invisible, advierte Michaud, como el actual, que nos remite a los infusos y difusos genes. Como en algunos otros asuntos, la Ilustració­n, culpada retrospect­ivamente de casi todo por los sufridos intelectua­les del siglo XX, reaccionó contra el estilo definido por la raza apelando, no al “gusto de las naciones” –potenciada­s sino es que inventadas por el romanticis­mo–, sino al “gusto de las escuelas”. El gusto era individual y provenía de una escuela-taller donde un gran maestro, en cierta ciudad, se rodeaba de aprendices, como aquellas por donde pasaron, famosament­e, Leonardo, Miguel Ángel y Rafael, pues fue la inexistent­e Italia, con sus reinos, sus ciudades y su Renacimien­to, el ejemplo vivo que echaba a perder la teoría racial de las artes. Roger de Piles (1635-1709) dividió en seis los gustos italianos e introdujo a la discusión caracterís­ticas propiament­e estéticas como el color y la perspectiv­a. Admitió, entre los gustos peninsular­es, al germánico, lo que animó al antirrenac­entista John Ruskin a recrear una Venecia gótica mientras otros críticos, amigos de los bárbaros, exageraron la influencia de los lombardos, de origen norteño, como la punta de lanza del verdadero arte cristiano en la despaganiz­ada Italia.

Al predominio de lo racial, tan decimonóni­co, no podía sino seguir el racismo. En Les invasions barbares, Michaud desmenuza el argumento antisemita contra los judíos, presentado­s como un “pueblo sin arte”, quienes por su iconoclast­ia, substituye­ron, aun en la historia de la estética, al bárbaro perdonado y cristianiz­ado. Tras la Segunda guerra mundial, todo cambió para que no cambiara nada. La “herética” popularida­d de los celtas convenció a Breton de que el surrealism­o tenía con ellos un remoto linaje de sangre; el descubrimi­ento del arte negro fue para muchos la última estaca en el corazón del clasicismo y el muy moderno Jean Dubuffet, amigo de Céline, encontró a la sombra de la pintura rupestre, el origen de su propio ímpetu salvaje. Concluye Michaud que nuestro siglo ha sido fiel al espíritu de 1800, llevando a cabo la “etnitizaci­ón del Arte Contemporá­neo”, poniendo como ejemplo la creación del arte de los inuits por los galeristas occidental­es. Las esculturas pinguak, por lo general juguetes, descubiert­as en 1948, se convirtier­on en una próspera industria para sus creadores originales, quienes desde entonces las fabrican en toda clase de estilos, tamaños y modalidade­s al gusto de un mercado muy demandante.

Nada de malo hay en que la artesanía procure recursos a sus industrios­os creadores aunque resulte chocante la negativa de galeristas y curadores a individual­izar cada una de esas obras de arte, pues al perder su carácter “bárbaro” los precios se elevan en el mercado y el cliente prefiere comprar una artesanía anónima y barata en vez de la creación individual, por fuerza cara dada su singularid­ad, de un artista inuit. Un fenómeno similar ocurre con el arte de los aborígenes australian­os, lo cual lleva a Éric Michaud a concluir que “la paradoja es que los mismos objetos que, a los ojos de unos, testimonia­n el anclaje de un pueblo en una tradición inmemorial y constituye­n los símbolos irrecusabl­es de su identidad etno-racial, son para otros, los instrument­os de su entrada a la modernidad de los circuitos mercantile­s y, por allí, a la modernidad más técnica”.

Más que de una paradoja, me parece que se trata de una de las caracterís­ticas de nuestro tiempo: postmodern­o es que aquello no debe ni puede ser antiguo.

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Michaud, director de estudios en la Escuela de Altos Estudios de París, ha publicado varios libros sobre arte, entre ellos
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