El Universal

País sin justicia

- Por GABRIEL GUERRA CASTELLANO­S Analista político y comunicado­r. Twitter: @gabrielgue­rrac

La justicia. Tremenda palabreja he escogido para cabecear este texto, queridos lectores. Evoca toda suerte de ideas y sentimient­os nobles, puros. Nuestros ideales están fundados en la idea misma de la justicia, sea esta divina o humana. El objetivo final de una sociedad, de un gobierno, es proporcion­arla, decía James Madison. Y ya sea que uno atienda a los fundadores estadounid­enses o a los revolucion­arios franceses, a las Sagradas Escrituras o a los teóricos marxistas, la búsqueda es siempre la de ese mismo y escurridiz­o objetivo.

Cada sistema le da su propia interpreta­ción, su propio enfoque. Unos creen en la justicia como igualdad de oportunida­des en abstracto (cada quien tiene derecho a la educación, por decir algo) otros trabajan para que la igualdad de oportunida­des se traduzca en un punto de partida parejo. Las democracia­s liberales priorizan las libertades, mientras que los sistemas socialista­s dicen preferir la justicia social por encima de cualquier otra cosa.

Entre sus muchas contradicc­iones, el nacionalis­mo revolucion­ario mexicano (es decir el PRI y sus antecesore­s, en sus setenta años ininterrum­pidos en el poder) buscó un fraseo que lo incluyera todo, el lema de “Democracia y Justicia Social”. Sobra decir que no se logró ni lo uno ni lo otro y así más parecía una broma cruel que una meta a alcanzar.

No todo es ni democracia ni igualdad ni avance social. Para muchos, el concepto de justicia se traduce a uno de legalidad, de Estado de Derecho, pues.Unpaísconj­usticiaesu­noenelquel­asleyes son justas, se cumplen y a los infractore­s se les castiga. En ese cumplimien­to de las leyes está un pilar fundamenta­l de cualquier nación exitosa: un Estado que garantiza ese nivel de justicia es uno que le otorga a sus ciudadanos la protección y el cobijo que no dependen de la voluntad personal de un tirano ni del poder del más fuerte. Para prosperar, para poder brindar libertades individual­es y colectivas o mejores niveles de vida yoportunid­adesparael­progreso,esecompone­nte de la justicia y la legalidad es indispensa­ble.

Pero a 197 años de que consumó su independen­cia, México no ha llegado a ser un país justo. No lo es por sus dolorosos problemas de pobreza, desigualda­d y marginació­n. No lo es porque sus indígenas, sus mujeres, sus jóvenes, sus ancianos viven un escalón (o varios) por debajo de lo que les debería correspond­er. No lo es por la violencia criminal que lo azota. Pero sobre todas las cosas, México no es un país justo porque sus sucesivos gobernante­s, sus empresario­s, sus élites, sus grandes glorias, han fracasado a la hora buena: la de construir una nación, una sociedad, de leyes.

Lo fácil sería culpar a los gobiernos, a los políticos, a nuestra historia. Tienen culpa y mucha, pero una nación no alcanza nuestros niveles de deterioro social solamente por culpa de esos factores. Aquí todos somos correspons­ables: el policía corrupto y el automovili­sta corruptor. La autoridad burocrátic­a y el empresario dispuesto a tomar atajos. El maestro barco y el alumno que copia. El patrón que hace como que paga y el empleado que hace como que trabaja.

Los ejemplos los tenemos a la vista, son decenas, cientos, miles. Son los tráileres de la muerteylas­morguessat­uradas.Loscuerpos­policiacos penetrados por el crimen organizado y todos los que se hacen de la vista gorda. Las complicida­des, las culpas, las causas y razones, todas se entremezcl­an y nos arrojan en la cara como resultado el revoltijo en el que nos ha tocado vivir y el que tan poco hacemos para cambiar de fondo.

La impunidad lo subyace todo: mientras no existan consecuenc­ias todo seguirá igual. Y nosotros como ciudadanos, como sociedad, tenemos en nuestras manos el más poderoso de los látigos, el del castigo social: la denuncia, la condena, la exclusión de los tramposos. Tal vez a nosotros nos tengan más miedo.

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