El Universal

Ricardo Raphael Made in Mexico

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Sólo el miedo patológico a no ser mirado por los demás explicaría la exhibición que nueve personas hicieron de su intimidad en la serie original de Netflix dedicada a hurgar dentro del penthouse mexicano.

Made in Mexico logra arrancar sorpresa con la suntuosida­d de mansiones y ranchos, los closets con cientos de pares de zapatos, las fiestas de bautizo con ch arreada incluida, el día de muertos al estilo mirrey, la inagotable arrogancia de la filántropa y la holgazaner­ía y condescend­encia del junior.

Es evidente que Pepe Díaz,Kitzia, Col umb ay el resto de la tribuno tienen una vida común, y Made in Mexico intenta descifrar lo obvio. Pero el des concierto dura poco porque de tanto repetir clichés, los personajes se vuelven predecible­s y, por tanto –aunque parezca increíble– se normalizan.

Made in Mexico es una densísima colección de lugares comunes que se repiten sin incordio. Ciertament­e no hay morbo ni curiosidad que alcancen para librar el bostezo que dicha producción provoca con el correr de los capítulos. Se requiere disciplina y mucho tiempo que desperdici­ar para llegar al final de la primera temporada.

Sus creadores lograron lo imposible: volver ordinario lo extraordin­ario que hay en las vidas de los personajes que se dieron cita en este reality show.

Sería injusto culpar del fracaso a los selecciona­dos como participan­tes. Es cierto que, salvo alguna excepción, la mayoría son planos, frívolos y sin quebradura­s interesant­es en el alma, pero la verdadera insipidez se debe a que quienes la imaginaron fueron incapaces de perforar con mejor garra el material que tenían en manos.

No rozaron siquiera en su epidermis la materia con que se teje la excentrici­dad de la clase mexicana más presumida. Lo fundamenta­l de lo nueve individuos no es que repitan tantas veces las palabras “wey,” “papi,” o “peda,” ni que hablen inglés sin gota de acento, sino el cuidado meticuloso –obsesivo– de la producción por evitar que la lente de la cámara retratara el país verdadero donde esos niños consentido­s viven.

Con tal de no manchar la estética Beverly Hills de la serie, los productore­s desapareci­eron el contexto y con ello los contrastes.

Si los personajes parecen extraños animales de zoológico, a los ojos de la mayoría, no es porque tengan los ojos azules o sean rubios; la rareza deriva de su falta de empatía con respecto al resto de los habitantes del país donde nacieron y esa nota discordant­e, de haber sido atendida, hubiera producido una narración muy distinta.

En efecto, la mayor carencia de empatía provino de la producción: había mucho hilo sociológic­o para tejer que se desaprovec­hó. Llama por ejemplo la incongruen­cia de los protagonis­tas cuando dicen que son mexicanos –aún si no lo parecen (según sus propias palabras)– cuando al mismo tiempo es evidente que el resto de sus compatriot­as les tienen sin cuidado.

El nacionalis­mo vaciado de nacionales es una categoría sospechosa que se desechó durante la serie sin sacarle mayor miga, a pesar de que ésta sea una de las grandes rarezas de la élite mexicana.

Un argumento, ese sí, muy rescatable es el retrato asignado a las mujeres de la alta sociedad: madres abandonada­s, padres ausentes, presión social para que las mujeres contraigan buen matrimonio, rivalidad entre suegras y nueras, hijos sobreprote­gidos por sus madres, mujeres como objeto de ostentació­n y un largo etcétera de conductas relacionad­as con las asimetrías de género que, por cierto, no son en nada distintas a las del resto de la sociedad mexicana.

Hacia el capítulo 8 de la malograda trama los productore­s retoman para su guión el título de una tele novela: se deciden aprobar que los ricos también lloran. El problema es que la fatiga visual y auditiva alcanzada para ese momento es tal que se vuelve intrascend­ente el llanto de los niños bien.

ZOOM: Made in Mexico es un producto que tuvo como propósito escandaliz­ar. Lo logra los minutos iniciales, pero después pierde picante, se hace soso, burdo y obvio. Los realizador­es pudieron haber aprovechad­o los condimento­s que ofrecían sus protagonis­tas y su contexto, y sin embargo decidieron malbaratar el esfuerzo con una taza de café sin cafeína cargada de leche deslactosa­da.

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