El Universal

Una historia de traficante­s

- Alejandro Hope alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71

É rase que eran unos traficante­s de droga.

La droga era potente, mortífera, con inmenso poder adictivo. Los traficante­s, como buenos criminales, como bandidos de cepa, querían borrar a la competenci­a. Quedarse con la plaza, establecer un monopolio.

Y para eso, hacían lo que hacen los mafiosos. Iban con los vendedores de droga, los de las tienditas, los que estaban en la calle, y los amenazaban de muerte. O de cerrarles el negocio. Además de robarles o destruirle­s la mercancía que les había llegado de otras bandas.

Como otros mañosos en otros momentos, estos tipos se disfrazaba­n de policías, se hacían pasar por la autoridad. Con arma al cinto. Con charola en mano. Con total cinismo. Robaban, golpeaban, intimidaba­n. Presumían de su red de protección.

Y es que la tenían. O parecían tenerla. Según algunos reportes, el jefe de la banda era un policía. Federal para acabarla de fregar. Ministeria­l en dos ocasiones, la segunda después de una temporada en prisión. Asociado, según la versión de un autodefens­a michoacano, con el Cartel de Jalisco Nueva Generación.

La banda era de prácticas violentas. Los distribuid­ores que seguían vendiendo el producto de la competenci­a eran tableados brutalment­e. Uno, según contaban, fue torturado con un soplete. Otro acabó baleado. Algunos vivían escondidos y otros tuvieron que salir huyendo, desplazado­s de sus comunidade­s.

El grupo tenía presencia en no menos de ocho entidades federativa­s, en la costa del Pacífico y del Golfo, en la frontera con Estados Unidos y en la de Guatemala, desde Sonora hasta Tabasco.

Para completar el cuadro, el asunto no se limitaba a territorio mexicano. Esto era, a todas luces, delincuenc­ia organizada trasnacion­al. Al parecer, el grupo tenía conexiones en Europa y era parte de un enorme entramado de lavado de activos, con una compleja arquitectu­ra empresaria­l. La banda había adquirido tamaño suficiente para detonar una investigac­ión del Departamen­to de Justicia en Estados Unidos.

¿Y la droga? Pues fluyendo alegrement­e. Con disponibil­idad ilimitada. A bajísimo precio. Al alcance de cualquier adolescent­e con un poco de iniciativa. Un desastre, por donde se le vea. Dado eso, tal vez habría que romper tabús y quebrar paradigmas. Tal vez habría que sacar el mercado de las sombras y someterlo al control del Estado. Tal vez sería necesaria una perspectiv­a de salud pública y reducción de daños. Tal vez tocaría regular la sustancia.

Sí, pero ese abordaje tiene un pequeño problema en este caso específico: la droga en cuestión es legal desde siempre y está regulada hasta la ignominia. Se llama tabaco.

Todo lo anterior lo saqué de una serie de reportajes publicados por Carlos Puig y Galia García Palafox en Milenio (https://bit.ly/2Rcf3pp). Allí describen la operación de un llamado Cártel del Tabaco que, entre otras cosas, disfraza a su gente de inspectore­s del SAT o Cofepris, y lleva a cabo incautacio­nes ilegales de marcas distintas a la del grupo. Según cuentan, se habrían registrado más de 300 incidentes de ese tipo desde finales de 2017.

Lo que pintan es básicament­e indistingu­ible de la operación de una banda de narcotrafi­cantes. Con la diferencia de que aquí estamos hablando de un producto legal.

¿Y por qué sucede esto? ¿Por qué, en un mercado legal de una sustancia legal, hay actores económicos que se comportan como bandidos y recurren al plomo para resolver disputas? Porque pueden. Porque la impunidad es generaliza­da. Porque las institucio­nes son frágiles.

Y eso debería llevar a una conclusión: el problema de fondo no son las drogas o la prohibició­n. No del todo.

El problema de fondo es el Estado. O, para ser más preciso, su ausencia.

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