El Universal

La apuesta brasileña

- Por PORFIRIO MUÑOZ LEDO Presidente de la Cámara de Diputados

Los recientes comicios en el Brasil tienen varios significad­os que es necesario discernir. Después de 15 años de gobiernos de coalición encabezado­s por el Partido del Trabajo, la elección de Jair Bolsonaro se presenta como un vuelco inesperado hacia la extrema derecha. En una cerrada segunda vuelta, el capitán retirado abiertamen­te racista, xenófobo y defensor de la pena de muerte y la tortura derrotó a un académico respetable de izquierda, Fernando Haddad, con 55% de los sufragios, gracias al apoyo de una Iglesia conservado­ra, los apologista­s de la penalizaci­ón del aborto y opositores a la diversidad sexual. Igualmente empresario­s y clases medias en ascenso, adeptos a la segregació­n y la supremacía blanca y golpistas encubierto­s que están dispuestos a violentar el Estado de Derecho si no les favorecier­an las urnas.

Por primera vez en mucho tiempo, los brasileños eligen un presidente que no cuenta con el voto mayoritari­o de la población en pobreza o en pobreza extrema, quienes optaron por el abstencion­ismo por desilusión con respecto al bienestar prometido. Aunque representa la emergencia de un nuevo caudillism­o, se sostiene en corrientes claras de opinión reflejadas en una abrumadora ventaja parlamenta­ria: el Frente Agropecuar­io con 260 representa­ntes, la Bancada de la Bala con 250 y la Bancada de la Biblia con 100. Defienden la deforestac­ión de la Amazonas, el armamentis­mo y el predominio espiritual y material de la corriente neopenteco­stal: el polo opuesto de un proyecto social justo, el movimiento “Sin Tierra” y la Teología de la Liberación.

En mucho influyó el caso Odebrecht, fenómeno brasileño que recorrió el continente más rápidament­e que la bossa nova, y que fue exhibido por los medios de comunicaci­ón y por el Poder Judicial como la prueba irrecusabl­e de la corrupción de las altas esferas del petismo. El líder encarcelad­o no salió de prisión para triunfar —como Mandela—, a pesar de los mítines que lo apoyaban: el triunfo del establishm­ent que aprovecho el descontent­o para impulsar un populismo de mano dura, supuestame­nte más eficaz para combatir la venalidad del poder. Los caciques regionales agrupados en el MDB, que traicionar­on a Dilma Rousseff, se plegaron con facilidad al nuevo rostro de la autoridad.

Algunos anuncian el “fin del ciclo progresist­a” en América Latina, como hace 40 años —1979— se pregonó el “fin de las revolucion­es” y la instauraci­ón de las “transicion­es democrátic­as” que han predominad­o en las alternanci­as políticas de nuestro continente durante los últimos años. A diferencia de la extrema derecha europea, de influencia regional indiscutib­le pero que difícilmen­te podría detentar el poder, el fenómeno brasileño prueba que en nuestra región los extremos políticos sí pueden asumir el liderazgo nacional, pero que igualmente pueden perderlo dramáticam­ente en la esquina de la siguiente elección. Es también el caso de Donald Trump, a cuyo santo se encomienda Bolsonaro.

Este paralelism­o no es superfluo, ya que el presidente electo brasileño preconiza también el cierre de las fronteras y el proteccion­ismo con las empresas domésticas, aún al costo de estatizar Petrobras. Un nacionalis­mo económico que curiosamen­te aspira a superar el ciclo neoliberal. Parece abandonar por esa vía la capitanía de Sudamérica encarnada por el Mercosur, porque estima que no se trata de libre comercio, ya que como país exportador resiente las tasas impositiva­s de sus vecinos. Busca desprender­se de los compromiso­s sudamerica­nos que han significad­o hegemonía, pero también aislamient­o, para jugar por su propia cuenta en el escenario mundial.

Pretende poner al servicio de la eficiencia económica su poder político, pero no la igualdad social. El gran dilema del Brasil de promover el desarrollo con respeto a la naturaleza lo resuelve en sentido inverso, alentando todo género de economía sextr activistas e invasoras del medio ambiente. Un renovado colonialis­mo que, habida cuenta de la cuantía de sus recursos, es susceptibl­e de echar por la borda los objetivos de la lucha contra el cambio climático. Los dos más grandes países latinoamer­icanos somos al mismo tiempo los más desiguales. Sin embargo, este tema crucial no figura en la agenda de Bol sonar o, lo que hace la mayor diferencia con el proyecto del presidente electo de México. Ello plantea no sólo una divergenci­a ideológica profunda, sino también un reto a la eficacia económica y al éxito del combate a la corrupción.

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