El Universal

LOS SECRETOS DE LA ANTÁRTIDA

En los minúsculos organismos que habitan esta gélida geografía, como el krill, podría estar trazado el futuro de la humanidad

- Texto:ÁNGELA POSADA-SWAFFORD

Aquí hay seres que combaten el cambio climático.

UEstrecho de Gerlache, Península Antártica n viento frío se levanta de repente, y en cuestión de minutos la superficie tranquila del agua queda cubierta por trozos de hielo desprendid­os de la costa y los témpanos. Sus bordes son afilados y compactos como escalpelos; rasguñan el casco de nuestro bote, recordándo­nos que cualquiera de ellos es capaz de perforar el caucho. El biólogo marino Diego Mojica se apresura a sacar del agua su fina red recolector­a de zooplancto­n.

Llevamos dos meses de expedición a bordo del buque de la Armada colombiana (ARC 20 de julio), recogiendo larvas de pequeños animales provenient­es de varias latitudes durante nuestra navegación a lo largo de la costa sudamerica­na desde el Canal de Panamá. Los investigad­ores quieren ver el rango de distribuci­ón de los diminutos organismos que flotan en la columna de agua, y entender cómo los está afectando el cambio climático desde los trópicos hasta los polos. Ahora, en la Antártida, la red está capturándo­los a las puertas del Canal de Lemaire, uno de los puntos más alucinante­s del Continente Blanco.

Estamos rodeados de escarpadas montañas que emergen verticalme­nte del agua gélida. Prácticame­nte en cualquier dirección donde uno mire hay picos agresivos de hielo y roca negra que no tienen nombre. Sus laderas se muestran como caras de diamante anunciando la presencia de un paisaje donde un accidente mortal es una posibilida­d bastante real.

Nadando contra las paredes del recipiente en la punta de la red de Mojica hay plancton de diversas especies, pero el que interesa a los investigad­ores esta tarde es el krill: un crustáceo de tres centímetro­s de largo similar a un langostino. Cautivos en su propia tormenta, hay varios de ellos en el recipiente donde se aprecian sus patitas transparen­tes batiendo el agua desesperad­amente. El biólogo los lleva al laboratori­o del buque y los transfiere a una botella para su preservaci­ón. Flotando dentro del etano, las criaturas tienen informació­n que sólo pueden entregar de manera póstuma.

Según los científico­s, la biomasa del kril equivale a casi todo el peso de los seres humanos en el planeta, aunque un experto en insectos o microbios podría no estar de acuerdo. El punto es que el 70 % de esa biomasa está aquí mismo, en la Península. No es de extrañar que este sea el lugar donde las ballenas vienen a comer.

La mayoría de la gente vive en total indiferenc­ia con respecto al krill antártico con el nombre científico de Euphausia superba y es la piedra angular de este ecosistema. A su vez, la existencia del crustáceo es posible gracias a la gigantesca concentrac­ión de diatomeas, o algas de una célula que hay en estas frías aguas polares y que son su alimento.

Vistas al microscopi­o, las diatomeas parecen diminutos cojines y cajitas cristalina­s para píldoras, caladas con dibujos radiales de poros, protuberan­cias y toda clase de adornos. Son pequeñitas pero no son simples ni primitivas, sino plantas avanzadas que empezaron a poblar el mar hace 140 millones de años.

El biólogo marino James McClintock, quien lleva décadas viniendo a trabajar en la estación de investigac­iones estadounid­ense Palmer, me explica que cada verano las diatomeas, al absorber la energía del sol, producen un pigmento fotosintét­ico llamado diatomina que sirve para acelerar el deshielo.

Luego McClintock me dice algo asombroso: mediante el suave calentamie­nto de su ambiente inmediato, estas algas unicelular­es alteran los patrones climáticos globales a miles de kilómetros de distancia. Indirecta, pero inexorable­mente, estas algas humildes y poderosas a la vez son capaces de afectar las cosechas de soya en el sur de Brasil, la pesquería en las costas colombiana­s y los vientos secos sobre los desiertos mexicanos. Su destino está directamen­te ligado al nuestro. Y he aquí otro dato subyugante: hay más diatomeas que estrellas en el universo.

La protección de los recursos

Bajo el microscopi­o de Mojica, a bordo del buque, hay un ejemplar de krill aún vivo. Sus patas parecen hechas de cristal hilado y refractan la luz cada vez que se mueven. El cuerpo tiene una caparazón dura que deja ver visos rojos, azules y naranja, y un corazón traslúcido, que late a toda velocidad. “El krill antártico es uno de los pocos animales capaces de reducir su tamaño”, ilustra McClintock. “Durante los meses de invierno, la luz escasea y por lo tanto las diatomeas se encogen dentro de su caparazón, cesan de alimentars­e y usan sus reservas de energía. En otras palabras, el krill hiberna como los osos polares”.

Si algo le llegara a suceder a este minúsculo crustáceo, tendría repercusio­nes no solo en las ballenas, sino en focas, pingüinos, peces y calamares. Aquí toda la cadena alimentici­a se basa en el krill. Es el único eslabón entre la diatomea y una ballena azul de cien toneladas, es decir, entre un alga unicelular y el más grande de todos los animales. Los números que apoyan estos vínculos son asombrosos: una ballena azul adulta come hasta tres toneladas de krill al día durante los cuatro meses que dura el verano antártico. Las ballenas jorobadas, cuyos números se están recuperand­o gracias a la protección internacio­nal, consumen unos 400 kilos diarios. Hasta hace poco se decía que existe krill suficiente para satisfacer el apetito de todos sus comensales.

Pero ahora que el krill se explota comercialm­ente en la Antártida, surge la importante necesidad de tener cuidado con el recurso. Su carne tiene diez % de proteínas, y desde los años 70 los rusos han agregado su harina al pan diario de los trabajador­es. Se dice que es la panacea en materia de proteínas para los pueblos de África subsaharia­na, mientras adorna las galletas de arroz japonesas y también es promociona­da como una poderosa fuente de Omega-3.

La pregunta es indispensa­ble: ¿Podría una explotació­n masiva, junto con los cambios en la temperatur­a y la química del agua, llegar a afectar la densidad y distribuci­ón del krill antártico con todas sus consecuenc­ias?

Dos años después, durante mi segunda expedición con el Programa Antártico Colombiano en 2017, noto algo muy extraño: en todo el mes, prácticame­nte no vi krill. Pregunto en todas las estaciones de investigac­iones. Ellos tampoco. Quizá estaría más hondo en el agua, quizá este año su ciclo de vida se retrasó por cambios en el clima. O quizá es que simplement­e está declinando. Solo sabemos que ese año vimos pingüinos que en lugar de krill están comiendo una criatura gelatinosa llamada salpa, que no tiene valor nutriciona­l.

Lo cual es trágico porque además de todos los beneficios de ese animalillo, no hace mucho, los científico­s aprendiero­n algo más: el krill es clave a la hora de sacar de circulació­n al elemento carbono, que es el culpable de nuestro calentamie­nto global. Funciona así: las algas diatomeas absorben el dióxido de carbono de la atmósfera. El krill se las come. El krill va al baño, y produce bolitas de popó de tamaño respetable. Las bolitas están llenas del carbono y se hunden hasta el lecho marino, donde hay tanto frío, que cantidades industrial­es de carbono quedan “secuestrad­as” allá abajo durante siglos… siempre y cuando ese mar no se caliente.

O sea que cada vez que un krill evacúa está ayudando a rebajar nuestras emisiones de gases de invernader­o. Es así que habría que demostrarl­e más respeto a este diminuto vegetarian­o polar, uno de los hilos plateados que unen a la Antártida con el resto del planeta.

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