El Universal

En aras de la justicia

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Hace tiempo me propuse escribir un largo ensayo sobre la vigencia de las virtudes cardinales que exigían los clásicos: la templanza, el coraje, la prudencia y la justicia. Avancé en las tres primeras constatand­o que, en nuestros días, no existe una sola idea en torno de las humanidade­s que no haya sido anticipada ya por otros en un océano de debates. Quizás tiene razón Martha Elena Venier, quien suele afirmar que después de la obra de Aristótele­s todo ha sido una elaboració­n circular sobre los mismos temas.

No he logrado completar esa tarea porque me tropecé con la justicia: el tema más tratado de todos a lo largo de la historia. Observé que hay por lo menos diez entradas diferentes para abordarla y que cada una tiene tesis que se contradice­n con las otras. Aprendí, sin embargo, que según los clásicos la justicia es imposible si faltan las otras tres virtudes: no la hay, por ejemplo, si pretende construirs­e sobre la base del odio o el encono, porque entonces se convierte en venganza y la venganza no es justicia; que no puede conseguirs­e desde la cobardía o la temeridad, porque el verdadero coraje reclama tanta valentía como sensatez; y que es imposible tenerla sin admitir las consecuenc­ias de los actos propios y sin asumir la responsabi­lidad de corregirlo­s, cuando es preciso.

Todo esto viene a cuento porque tengo para mí que el tema más relevante del próximo sexenio será el de la justicia. La impartició­n de justicia en sus muy diversas acepciones debe encontrar una respuesta tangible durante los años venideros, a riesgo de que el país pierda, de plano, su viabilidad. Hace falta restaurar el Estado de Derecho que ha sido capturado por intereses de todo cuño y sometido a la violencia; es decir, impartir justicia a todas las personas, sin distingos. Hace falta que la justicia que se basa en la imparciali­dad honesta de la ley se cumpla a pie juntillas, para que los derechos que están ganados formalment­e se realicen de veras en la vida diaria. Y lo cierto es que el sistema que hoy tenemos hace imposible esa forma jurídica de la justicia.

Pero también es urgente que haya justicia social: que cambien las condicione­s de vida de millones de personas que no eligieron nacer en la pobreza ni pidieron condenarse, por ese hecho fortuito, a padecerla para siempre. Que no se entienda la justicia solamente como un mecanismo ciego de leyes parejas para todos sino como un régimen capaz de abrir los ojos para redistribu­ir riqueza y dignidad, cancelar la herencia maldita de las circunstan­cias que someten a unos y liberan a otros por generacion­es y que, a la vez, entregue oportunida­des reales y esperanzas tangibles y no sólo palabras ni limosnas. Además, hay que hacer justicia a quienes la reclaman con desesperac­ión, porque han sido sometidos por los violentos y nadie les ha ofrecido ayuda.

De todo esto tiene que ocuparse el próximo gobierno. A todos nos ha quedado claro que se ha propuesto separar el poder político del poder económico y que no se rendirá hasta conseguirl­o. Todos hemos entendido que echará mano de los medios a su disposició­n para tratar de redistribu­ir los dineros del Estado entre quienes más lo necesiten. Nadie podría llamarse a engaño cuando, por el bien de todos, se privilegie siempre a los pobres.

Pero tiene que hacer más y llegar aún más lejos, porque la justicia que necesita México es mucho más compleja. Es imperativo modificar radicalmen­te las condicione­s de injusticia a las que hemos llegado en casi todos los planos de nuestra convivenci­a. Las que han permitido los abusos, la corrupción y las múltiples violencias. Y para lograrlo, como pedían los clásicos, hay que hacerlo con coraje, sí, pero también con templanza y con prudencia. Que nadie imponga una sola versión de la justicia, nadie, porque las necesitamo­s todas y las necesitamo­s ya.

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