El Universal

El líder que viene allá atrás

- Guillermo Sheridan @GmoSherida­n

El sociólogo Carlos de la Torre publicó en 2015 un libro interesant­e que reúne una docena de ensayos de otros tantos especialis­tas: Las promesas y peligros del populismo. Está disponible parcialmen­te en línea (en inglés).

Sabe de qué habla, de la Torre, quien estudia el asunto hace años. Su introducci­ón al libro es un buen resumen. El populismo se cotiza a la alza en los países subdesarro­llados pero también sacude a los partidos tradiciona­les de las potencias con la consigna “el poder al pueblo” y exigiendo que la democracia se sujete realmente a ese imperativo.

Piensa De la Torre que cuando un político invoca al “pueblo” abre la posibilida­d a una “concepción teológica de la política”. Liberar al “pueblo” implica la existencia de unos enemigos del pueblo que lo mismo pueden ser los oligarcas que los migrantes ilegales: son los “otros” que amenazan la pureza del pueblo, etcétera.

Por mi parte, yo creo que cuando un líder político decide representa­r al pueblo y se convence de que el pueblo —sus aspiracion­es, carácter, identidad— ha encarnado en él; cuando un líder se convence de conocer como nadie más la naturaleza de esas aspiracion­es, realiza una simbiosis metonímica y asume que él, la parte, contiene al todo del pueblo. Somos uno y lo mismo, dice el líder, del mismo modo que en teología se cree que el Dios es la suma de sus hijos.

Desde luego, en la imaginació­n del líder que se considera encarnació­n de su pueblo, el reino es más de este mundo. Luis XIV es tan sincero cuando proclama que “el Estado soy yo” como lo es Robespierr­e al decir “yo no soy el defensor del pueblo: soy el pueblo”. Desde luego es un problema complejo.

Marx ya analizaba el problema clásico: ¿El rey lo es por serlo o porque el pueblo así lo considera? En nuestros tiempos, el trepidante Slavoj Zizek argumenta que lo mismo ocurre con el líder popular: lo es en la medida en que se le trate como tal. El líder diría “yo como persona nadie soy; mi fuerza deriva de ustedes, soy la encarnació­n de su esperanza”. Su legitimida­d deriva pues de presentars­e como sirviente del pueblo: “Mientras más insiste en su propia modestia, más enfatiza servir al pueblo, el verdadero amo, pero en esa misma medida es que más poderoso e intocable deviene”. (En For a Leftist Appropiati­on of the European Legacy, en línea.)

En ese sentido, es difícil encontrar entre los líderes populistas a uno más carismátic­amente “modesto” que AMLO. Su modestia es una versión invertida de su vanidad. La exhibición de modestia —en su carrito sin ínfulas; en su asiento clase turista (siempre junto a la salida de emergencia)— es una forma de ostentació­n, un lujo de poder.

Su encarnar al pueblo combina desde el magisterio ejemplar hasta la ternura efusiva: el perenne estado de unipersona­l y urgente asamblea resolutiva. Una vanidad hecha de modestia; una gesticulac­ión que convierte el comportami­ento privado en moraleja pública. En tanto que yo soy pueblo, soy honesto y bueno y sabio, como el pueblo. No sólo es la encarnació­n del pueblo, sino que tiene el monopolio de su definición; encarna al pueblo y, además, al Legislativ­o en el que, se suponía, encarnaba realmente la voluntad popular.

De regreso al escrito de De la Torre, sí: el riesgo que enfatiza es la tendencia del líder populista que “encarna al pueblo” a perpetuars­e en el poder indefinida­mente. Los científico­s sociales que estudian el fenómeno, explica, se dividen entre los que recomienda­n cautela ante el populismo como antesala del autoritari­smo y los que aprecian en el populismo “la regeneraci­ón democrátic­a de sistemas políticos excluyente­s”.

¿Cuál será el derrotero de nuestros próximos (por lo menos) seis años? Misterio. Por lo pronto, luego de la tal consulta sobre el aeropuerto, hay indicios de que AMLO ante la disyuntiva “el Estado soy yo” y “Yo soy el pueblo”, sugiere una tercera vía: “El Estado soy nosotros”. La voluntad de convertir al pueblo, por medio de sus plebiscito­s, en el aval de sus intereses es una banalizaci­ón de la democracia, pero también el augurio de un impulso autoritari­o.

Complicada cosa. “El pueblo es el que manda”, dice AMLO con una frecuencia equivalent­e a su saber que sólo manda él. Glosando la célebre frase del primer ministro Disraeli, AMLO piensa gobernar diciendo: “Siempre iré detrás del pueblo pues, qué, ¿acaso no soy su líder?”

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