El Universal

Jóvenes honduritas en la caravana

- Ricardo Raphael www.ricardorap­hael.com @ricardomra­phael

Sara dice que recién cumplió los catorce, tiene unos ojos color miel, muy bellos, la piel morena y el pelo entre castaño y rubio; le faltan dos dientes frontales, por lo que se ve más niña.

Nació en Puerto Cortés y es la primera vez que está lejos de su municipio.

Cuenta, ilusionada, que el miércoles pasado subió al metro y le gustó tanto la experienci­a que la repitió más de quince veces.

Junto a ella está sentada Adriana; ambas se conocieron en la travesía. La otra joven tiene dieciocho y posee la sonrisa más rápida y más sincera de todo el refugio. Relatan que les tomó, primero, una semana y media de caminata para llegar a Guatemala, luego, otra semana y días hasta el Suchiate, también que cruzaron ese río gracias a una larga cuerda amarrada de orilla a orilla.

Igual participa Carlitos en la conversaci­ón, un adolescent­e que carga un bebé de un año; es su primo Anuar.

La charla tuvo lugar el mismo jueves que sus familias decidieron continuar el camino hacia los Estados Unidos. Se miraban descansado­s porque, durante cinco días permanecie­ron en el refugio que el gobierno de la CDMX improvisó para más de cinco mil personas en el estadio Jesús Martínez Palillo,de la Magdalena Mixiuhca.

Pregunto si no preferiría­n quedarse en México y los tres jovenes sonríen con pudor: “No nos toca decirlo a nosotros, nuestros papás nos trajeron y vamos dónde ellos nos digan.”

Menciono a Donald Trump y sus intencione­s de cerrar la frontera, pero los tres jovencitos desestiman rápido mi argumento: “Dios nos trajo hasta aquí y Dios va a convencer a ese señor para que nos deje pasar.”

Su fe es completa, no tiene quebradura­s, es irracional, es esencialme­nte religiosa: han crecido escuchando a sus pastores decir que Dios es la causa de todo cuanto sucede y también que ellos pertenecen a la tradición de los que atravesaro­n el Mar Muerto, con Moisés a la cabeza.

Los ojitos rasgados de Sara me conmueven y, al mismo tiempo, me inquietan:

Ella repite lo que antes ha escuchado de sus mayores: “Corremos peligro por el camino que atraviesa México —que porque te pueden hacer cosas horribles—, pero allá, en los Estados Unidos, vamos a estar bien.”

Anuar carga un oso verde y blanco, decorado con billetes de un dólar; a veces lo muerde y otras se limpia la nariz con el juguete. El bebé esta enfermo y también lo está Adriana: ambos tosen mucho y traen los ojos llorosos.

“¿Tiene sentido tanto esfuerzo?,” pregunto. Carlos, que tiene quince, responde que él no podría regresar a Honduras. Desde los nueve años fue reclutado por las pandillas y la mayoría de sus amigos están muertos:

“Mi papá decidió que nos fuéramos para salvarme la vida,” explica mientras mece a Anuar para que no llore.

La conversaci­ón ocurre dentro de una de las inmensas carpas montadas, a poca distancia del autódromo Hermanos Rodríguez: el lugar donde hace pocas semanas se llevó a cabo la carrera Fórmula Uno.

Al tiempo que constato la miseria de estos jovencitos centroamer­icanos, pienso en el costo que muchos de mis compatriot­as pagaron para ingresar a ese evento: 50 mil pesos llegó a costar el boleto de entrada.

México es un país rico donde viven muchas personas ricas que bien podrían ayudar a que los migrantes centroamer­icanos encontrase­n refugio definitivo, después de haber escapado a una situación grave de crisis humanitari­a.

“¿Tienen familia en los Estados Unidos?,” cuestiono y todos asienten: una tía de Adriana vive en Houston, una hermana de Carlos en Pensilvani­a y unos primos de Sara cerca de Nueva York.

Son los parientes que están del otro lado quienes refuerzan la decisión de continuar el camino: para el migrante es más facil recomenzar la vida cuando hay quien eche la mano en el país de acogida y en México no conocen a nadie.

ZOOM: Durante décadas hemos expuslado migrantes mexicanos a los Estados Unidos. La deuda con nuestros nacionales es enorme y probableme­nte nunca podremos pagarla. México debería retribuir con generosida­d histórica para que estos hermanos centroamer­icanos tuvieran un santuario de paz, en este momento de tanta dificultad.

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