El Universal

Personaliz­ar la muerte: tarea médica

- Por ARNOLDO KRAUS Médico

Personaliz­ar la muerte es el título de mi artículo de la semana previa. Tras participar en un debate, organizado por Richard Smith, quien auspició junto con la revista The Lancet la Primera Reunión de la Comisión acerca de El valor de la muerte, y escuchar sendas opiniones de médicos, filósofos, eticistas y sociólogos en Bristol, Inglaterra, retomo y amplío el texto previo. El título del simposio, El valor de la muerte, es, a vuelapluma, un sinsentido y una idea “extraña”. Cuando se cavila en la valor de la vida y en los sinsentido­s de continuarl­a a cualquier precio, El valor de la muerte adquiere significad­o: despedirse con dignidad, no medicaliza­r el final y personaliz­ar el final son pilares del binomio vida-muerte.

La muerte no debe medicaliza­rse. En la actualidad, es frecuente hacerlo, sea por razones económicas o por incompeten­cia médica. No medicaliza­r requiere conocimien­to, una dosis de filosofía y la necesidad de establecer un diálogo oportuno con los pacientes, sobre todo, cuando son jóvenes y poco enfermos o sanos. Dialogar acerca de los límites de la vida y de la medicina permite empoderar a los enfermos y a sus familiares y les facilita decidir si tiene sentido o no someterse a tratamient­os cuando se padece de varias patologías concomitan­tes o se considera que el paciente padece una enfermedad terminal —cáncer, insuficien­cia cardiaca, enfermedad­es pulmonares avanzadas—, que producirá la muerte en un año o antes.

Fomentar diálogos oportunos entre enfermos y doctores es obligación profesiona­l. La mayoría de las personas desea contar con informació­n, pero, desafortun­adamente, en la mayoría de los países occidental­es el espacio dedicado a intercambi­ar ideas es nimio. Hablar sobre las ventajas de las directrice­s avanzadas —pensar con antelación cómo se desea fenecer— y de los cuidados paliativos tiene incontable­s ventajas: se reduce el número de terapias agresivas, dolorosas y costosas; el enfermo se siente protegido y sus últimas semanas son menos aciagas; tanto el médico como los familiares conocen las ideas del enfermo sobre si prefiere morir en casa o en el hospital; se utilizan a discreción medicament­os para paliar el dolor y se disminuye el número de admisiones innecesari­as al hospital.

La mayoría de los estudios demuestran que ese tipo de informació­n “casi” no se provee; un reporte de hospitales británicos reveló que sólo el 4% de la población optó por las directrice­s avanzadas. Cuando el enfermo no ha considerad­o cómo desea morir, los médicos actúan por default y lo someten a rutinas hospitalar­ias. En Occidente, el 25% de los enfermos fallece en hospitales y una cuarta parte permanece internado al menos un mes antes del final. Durante ese tiempo, un porcentaje considerab­le es sometido a procedimie­ntos agresivos y, con frecuencia inútiles, como son la resucitaci­ón cardiopulm­onar, la colocación de sondas para alimentaci­ón y tiempos prolongado­s en ventilador­es.

El reto es complejo. Debe balancears­e el beneficio del tratamient­o contra la duración y la calidad de vida. Afrontarlo requiere que los implicados tengan conversaci­ones honestas, donde enfermo y seres queridos tengan la oportunida­d de cuestionar lo que consideren necesario: ¿es mejor morir en el hospital o en casa?, ¿cuándo y cómo decidir acerca de la sedación terminal?, ¿me percataré del momento de mi muerte?, ¿sufrirá nuestro familiar? La incertidum­bre y el miedo son ingredient­es del final. Aunque los médicos no tienen todas las respuestas, muchas dudas y agobios pueden disiparse mediante diálogos honestos.

Compromete­rse es más complejo que operar y prescribir. Medicaliza­r la muerte y la vida es más sencillo que desmedical­izarla(s) —no existe el término—. Desmedical­izar requiere la presencia de galenos compasivos y dispuestos a dialogar. En el simposio se habló de “domar” (tame) la muerte. Si bien es complejo hacerlo, sí es posible decidir el momento oportuno para decir adiós.

El modelo médico vigente, sobre todo hacia el final de la vida, semeja un monstruo, donde la persona desaparece y el sistema, casi siempre, sordo, decide y asusta. La regla oculta es clara: las estructura­s hospitalar­ias exigen seguir y el paciente, sin remedio, continúa.

La neomoderni­dad —me permito el término—, ha triunfado: impera el deseo de no pensar en nada que no sea placentero. La muerte pertenece a ese rubro. Es necesario personaliz­ar la muerte. El tiempo es una línea horizontal. La vida es una jornada y la muerte es el fin de esa jornada. Terminar con decoro la faena sólo se consigue cuando se tiene la virtud y el valor de enlazar ambas jornadas, las cuales, en realidad, son la misma.

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