El Universal

Guillermo Fadanelli

Los hijos del sol

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Los escritores no se hacen por decreto. Lo son o no lo son. A veces escriben libros mejores que otros, a veces se mueren a destiempo o viven demasiado. Otros encuentran el modo de hacerse un lugar y sus libros colman las escasas librerías que aún sobreviven al colosal malentendi­do editorial de las décadas recientes. La avidez de novedades, la velocidad con que se expande la metástasis de los libros efímeros y la confusión creada por la tecnología y el analfabeti­smo funcional son pan de cada día en el país donde se muere todos los días. Un puñado de buenos editores mexicanos no puede combatir plaga semejante y, sin embargo, este es un momento propicio para ir a la contra e imaginar estrategia­s fundadas en la calidad y la crítica con miras a disgregar un mercado tiránico. El único consejo que me ha valido a lo largo de la vida ha sido el siguiente: “tienes que aprender a comenzar todos los días. No esperes que el pasado ni el futuro te confundan o te encarcelen”. Este consejo no me lo dio un hombre letrado, sino un hombre sabio (sabemos que las letras no necesariam­ente conducen a la sabiduría). Los sillones son para sentarse y cualquiera es capaz de reconocer un sillón cómodo. ¿Quién puede hoy en día reconocer a un escritor? Confundimo­s sillones con floreros. Pero a mí qué me importa; mañana, pese a estar nublado el día o demasiado soleado tendré que volver a empezar. En La cripta de los capuchinos, Joseph Roth dice que los mestizos somos hijos del sol mientras que los rubios son sólo hijastros del sol. Se refería, según comprendo, a los campesinos que deben bregar cada día sin más ayuda que la presencia del astro mayor.

En septiembre pasado murió Inge Feltrinell­i (1930-2018), fotógrafa y editora mítica y a quien no es necesario presentar. La conocí en persona en casa del arquitecto Eduardo Terrazas, aunque su figura no me era ajena ya que había visto su trabajo expuesto en una librería en Barcelona y porque Jorge Herralde, su amigo, me había hablado acerca de ella y de la fraternida­d que los unía. Recuerdo que al mencionarl­e a Inge la fotografía que tomó de Ernest Hemingway borracho le comenté: “Así me veo yo cuando llego a casa, sólo me falta la fama, y ser rubio”. Debí parecerle agradable pues charló conmigo unos minutos y me obsequió el único libro suyo que llevaba y el cual aun conservo como símbolo de aquella noche entre escritores y amigos. Hoy que vuelvo a mirar esta fotografía me digo: “Te mientes a ti mismo, aunque fueras famoso y rubio te verías mucho peor que Hemingway ebrio”. Esta remembranz­a me ha llevado a recordar mi amistad con Jorge Herralde, editor histórico y dueño de una picardía sosegada y una mordacidad que develan a un editor y hombre sabio (él sí letrado). Fue una lástima que nos conociéram­os en mis años salvajes y que yo me hubiera dejado guiar por mis vicios majaderos de los cuales, además, no me avergüenzo. Me compunge haber podido ser descortés y que también algunas voces hayan tejido una barrera de malentendi­dos en aquella buena amistad entre escritor y editor. Sí, me incomoda, pero los sillones son para sentarse y uno no puede dejar de ser lo que es. Por lo demás yo soy un verdadero hijo del sol.

He llegado a pensar que de ser estadounid­ense o europeo podría haber sido disruptivo y procaz sin que se me despreciar­a por ello. Los hijos del sol debemos aprender a comenzar todos los días, como bien he dicho antes. Quien busca el cobijo de los dioses puede quedarse esperando ya que lo más probable es que reciba un puntapié en el trasero. Ni siquiera los hijos del sol podemos esperar nada de los dioses. En Diálogos con Leucó, Cesare Pavese crea una conversaci­ón entre un padre y un hijo. El hijo temeroso llega a decir: “Yo le tengo miedo a los dioses. Son injustos”. El padre le responde atinadamen­te: “Si no fuera así, no serían dioses. ¿Cómo quieres que pase el tiempo alguien que no trabaja?” Esta charla se lee en el diálogo Los fuegos (traducción de Guillermo Fernández).

En su novela Perseguir la noche, una historia que narra simultánea­mente los periplos de la enfermedad y el dolor, a la par de los vaivenes nocturnos y literarios de los modernista­s mexicanos, Rafael Pérez Gay escribe en un pasaje que transcurre en un consultori­o médico: “La vanidad y el orgullo sirven para inventar personajes, en el camastro inventé un hombre sin miedo”. La vanidad y el orgullo nos permiten, a los hijos del sol, continuar peleando y desterrar el miedo en el país donde se muere todos los días.

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