El Universal

Los gays del Palacio de Hierro

- Sabina Berman

Me #”X#@@@n los gays. Les tengo una pinche fobia… A todas partes que voy, ahí está alguno. Paradito el desgraciad­o. Muy gallito. Mirándome fijo o de sesgo o haciéndose como que no me mira.

A todas horas, hijos de su #$”!Xw, ahí está un gay o varios.

Son una maldita plaga del demonio. Yo sé que Hitler tiene mala prensa, pero en eso sí hay que apoyarlo. Bueno, a sus ideas. Aplicarlas. Matar a esa ##XzT@@ plaga de perversos.

Creo que soy homofóbico, aunque no estoy seguro. Igual es solo natural que los deteste. El caso es que me trauman los @¸¸&/# gays.

El otro día en el Palacio de Hierro me atacaron en masa.

Llegué a la sección de perfumes. Ahora me doy cuenta de que debí haber preguntado por la sección de lociones, pero en fin, llegué a la sección de los perfumes y no sé cómo a los cinco minutos aquello se había llenado de gays.

Parecía un coctel de gays, pero sin copas y con solo la música de fondo de Lady Gaga cantando muy lejos.

Entre el stand de Chanel y el de Dior y el de Lancome, ahí estaban no menos de quince, mirándome, o los muy maricones haciendo como que no me miraban.

¿Cómo los reconozco? Uta, tengo un radar gay impresiona­nte, siendo como soy el imán de gays que soy.

Te digo las señas. Los reconozco porque se creen muy bonitos. Muy cuidados los #”””” maricones. El pelito bien cortado. Los bíceps llenándole­s las mangas de la camisa o las camisetas. Los vaqueros untados a las piernas y los glúteos.

Los glúteos: ahí está la clave definitiva: si les miras un rato largo los glúteos, vas sintiendo la certidumbr­e de que sí son gays.

Y la peor seña: te sonríen, los muy #@@@%s. Bueno, ya sintiéndom­e rodeado, me moví muy despacio y con cautela entre ellos, mirándolos a los ojos, para que supieran que miedo no les tengo.

Me quité la chamarra, para enseñarles el músculo, me la amarré a la cintura, y también cerré los puños, para que notaran el tamaño de mis puños de boxeador.

Luego pasé la mano por mi crew cut y luego por mi pecho, para que vieran igual que bajo la camiseta rosa lo tengo de acero.

Y aprisa y con decisión tomé del mostrador de Chanel el pomo de un Chanel Number 5. Apreté fuerte entre dos dedos la goma, dirigiendo la brisa de perfume a mi cuello.

¿Qué tal, niñas?, dije en voz alta para desafiarlo­s. Hicieron como que no habían visto ni escuchado. Fue entonces que se desencaden­ó el ataque.

En una pared estaba un cartel gigante de una botella de Chanel Number 5. Bueno, la fotografía del Chanel Number 5 giró como una puerta, hacia un túnel oscuro.

¿Te cae?, pensé. O sea: ¿eso quieren? De prisa entré en el túnel y escuché las pisadas detrás de mí. ¡Quince #$%@ me seguían!

Me fui sacando la camiseta por el túnel y en la habitación alumbrada apenas por un foco rojo, de golpe y con toda mi hombría, me bajé los pantalones y los quince hicieron exactament­e lo mismo, se desnudaron.

N’ombre, los gritos fueron épicos.

Me los ensarté a uno tras otro, por atrás y por el frente, por arriba y por abajo, para probarles quién manda en la tribu humana.

Bueno, solo me cabe agradecer al Palacio de Hierro y a Chanel su hospitalid­ad para con los boxeadores que odiamos a esa plaga nefasta de ¢%@@Ss.

Gracias Palacio, gracias Chanel Number 5.

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