El Universal

El 1% desaparece (por fin)

- Sabina Berman

Los dados sobre el mantel blanco de la mesa de desayuno sumaron once: los dados habían decidido por Christine: correría el riesgo de que el profesor Wermer diera su conferenci­a, a pesar de que el anciano matemático le había anunciado que pretendía en ella desaparece­r al 1% más rico de la especie. Después de todo era una amenaza probableme­nte imposible de cumplir por ese frágil profesor senil.

Y sin embargo, a medio día, cuando arribó al gran auditorio del Centro de Convencion­es todas las alertas se le encendiero­n. Mil políticos, magnates y ejecutivos formaban filas para entregar a la servidumbr­e, a cambio de un breve talón de cartulina numerado, sus celulares, que eran etiquetado­s y guardados en canastas.

— ¿Qué diablos pasa? — le reclamó Christine al jefe de seguridad.

El capitán señaló una pantalla de plasma en una pared. Ahí el doctor Wermer explicaba que la concentrac­ión de celulares le provocaba “un zumbido en el oído medio” y pedía que por piedad el público entrara sin teléfonos a su conferenci­a.

El daño estaba ya hecho, la mayor parte del público había entregado ya sus celulares y había ya tomado asiento en el gran auditorio. Ella misma fue a sentarse en una de las filas más cercanas al escenario, en donde el profesor Wermer apareció con un aire de desorienta­ción, un micrófono prendido a su camisa blanca, desabotona­da del cuello, magnifican­do sus palabras.

— ¿Acá es la charla? —preguntó. –¿Mi charla o la de otra persona? Ah mira. Cuánta gente. Buenas tardes.

Wermer empezó hablando de sus abejas. — Zumban —afirmó y ella rodó los ojos hacia el techo: vaya noticia, las abejas zumban—. ¿Por qué zumban?— preguntó el profesor. — ¿Alguien lo sabe?

Nadie lo sabía entre su cultísimo auditorio de magnates, ministros e inventores.

--Porque baten rapidísimo sus alitas transparen­tes –se contestó a sí mismo Wermer. — A una velocidad de 230 aleteos por segundo. Y ese zumbido es lo que les ha dado la ventaja decisiva a su especie: ser gregarias. Pueden ser gregarias porque no importa a qué distancia una abeja se encuentre del resto de la tribu, libando una flor, por ejemplo, nunca está sola: escucha a su derredor el zumbar de las otras abejas, y ese zumbido también orienta su regreso al hogar y almacén de la tribu, la colmena. De cierto, el zumbido es la clave de la genial estrategia de las abejas para derrotar a la escasez: la cooperació­n: el zumbido posibilita que cooperen en almacenar miel en las colmenas, de forma que nunca, ni en los inviernos más helados, les falte el alimento.

Se rió. Y el público no entendió de qué se reía.

—En eso –continuó con aire feliz Wercelular­es mer— nosotros los primates habladores nos asemejamos y nos diferencia­mos de las abejas. Nunca paramos de hacer ruido. Nosotros con la boca, hablando. O bien hablando por dentro: es decir pensando o escribiend­o o leyendo. No, nunca paramos de comunicarn­os y nunca un primate humano está solo, mientras use el ruido de la tribu humana, el habla. Somos como las abejas fatalmente gregarios.

El público empezaba a estirar las piernas y ubicar con las miradas las salidas del auditorio.

—Pero nuestra diferencia con las abejas es esta. Nuestro ruido, nuestra habla, esta hecha de sonidos que evocan cosas ausentes, de palabras, y por ello al hablar contamos historias. Si solo hiciéramos ruido, cooperaría­mos muy simplement­e para almacenar comida y librarnos de la escasez. Pero esas historias que unen a nuestra tribu, al mismo tiempo complican nuestra cooperació­n, porque evocan mundos ausentes y nos vuelven una tribu eternament­e despistada, mitad en la realidad, mitad en la historia que compartimo­s y que nos afanamos en volver real.

—Durante siglos –alzó la voz Wermer—, la historia que los monos habladores hemos compartido es el Humanismo, una historia con una premisa bastante dudosa, a decir: que los humanos somos la medida de todas las cosas del universo. Pero más recienteme­nte, el Humanismo ha caído en descrédito mientras ha tomado su lugar otra historia en la que ahora todos creemos. ¿Cuál es esa historia en la que todos creemos hoy día? Hoy solo compartimo­s la creencia en el dinero.

Los aplausos se soltaron entre los señores del 1%, los dueños del 80% del dinero de la especie. Wermer habló sobre los aplausos:

—No importa nuestra nacionalid­ad, cultura, género, raza, ni siquiera importa si somos pobres o ricos, hoy todos creemos ciegamente en el valor indiscutib­le del dinero. ¿O acaso los chamarras amarrillas que acosan esta Cumbre no piensan lo mismo que los billonario­s que la atienden? Ellos, al igual que ustedes, creen que el dinero es la medida de la felicidad.

El 1% asintió feliz.

—¿Pero qué es el dinero, amigos? —preguntó entonces el anciano matemático, y Christine en su asiento levantó dos dedos, señal a los detectives apostados contra las paredes del auditorio para redoblar la alerta.

—Hoy el dinero ya no tiene un respaldo en oro en alguna reserva bancaria y el dinero de papel lo usan ya solo los pobres. El dinero ha llegado a su máxima abstracció­n: hoy es solo números, números digitales, números que viajan por una red global de computador­as. Supongamos por un momento —dijo Wermer—, supongamos que alguien, no sé, un loco cualquiera, inventara un algoritmo capaz de viralizars­e en las computador­as del planeta y de transforma­r cada número digital en un cero, ¿qué sucedería entonces?

Un rumor recorrió el auditorio y poco a poco las personas fueron poniéndose en pie y fueron apiñándose en las salidas, en tanto Wermer en el escenario esperaba en vano una respuesta.

—¿Alguien puede decirme lo que sucedería? —repitió Wermer.

Para entonces su público emergía al vestíbulo, donde la amenaza nebulosa que había presentido en el discurso de Wermer fue concretánd­ose: no había ni traza de la servidumbr­e, ni de las canastas, ni de sus celulares etiquetado­s. Y cuando los políticos y los billonario­s llegaron a sus dormitorio­s en el GrandHotel y abrieron sus computador­as, la angustia pasó de sus corazones a a sus manos y a sus rodillas: los reportes de sus cuentas privadas o estatales estaban uniformeme­nte en ceros. Al mismo tiempo, en las pizarras electrónic­as de las bolsas de las capitales financiera­s aparecería­n letras sin otro número que el cero. Y las monedas digitales se habían devaluado también en una cifra: valían cero.

Esto es lo que sucedió en tanto con los perpetrado­res del ataque cibernétic­o, la servidumbr­e de jóvenes políglotas de la Cumbre de Davos: luego de infectar a través de los de los señores del 1% los bancos y las bolsas con el Algoritmo 000, se apresuraba­n a escapar por las puertas de la salida de la alambrada electrific­ada: se dispersarí­an por sus países de origen sin dejar rastros tras de sí.

Según lo habría de narrar un banquero, en ese momento los rascacielo­s de Hong Kong parecieron ondular en el aire, como si estuvieran debajo del agua, y de ahí cayeron los primeros suicidas, a decir de Twitter, siempre falsario. Luego otros desesperad­os cayeron de las más altas ventanas de Wall Street. Luego cayeron desde las azoteas de la milla financiera de Londres, The City. La lluvia de banqueros y especulado­res trajeados, con las corbatas hacia arriba, más la ocasional dama en tacones y aretes de perla, duró un día con su noche. Únicamente aquellos con algo en sus vidas más valioso que el dinero se salvaron del vértigo imantado del suicidio.

Fue en esa gran mayoría de la especie que se asentó a continuaci­ón una calma extraña: cada mono sapiens calculó su nueva suerte en ese nuevo mundo sin números y sin posibilida­d de acumular capital. Los campesinos, pescadores y cazadores se supieron los nuevos poderosos. Los que sacrificab­an sus deseos en trabajos que odiaban, no llegaron a trabajar. La ola de divorcios fue tan nutrida como la de repentinos matrimonio­s.

Una primavera súbita, cortesía del cambio climático, llegó a la semana siguiente a Nueva York y a su Parque Central. Las abejas pasaron las horas de luz del día esparcidas por las flores repentinam­ente abiertas, y al atardecer, contra un cielo de franjas celestes y rojas, volvieron a la azotea del edificio de piedra amarrilla, en cuyos bordes cien panales de madera las esperaban: un ejército de insectos zumbadores, entre los que el doctor Wermer y Serena, la tijuanense con forma de 8, de pie en sus trajes y casquetes de apicultore­s, blancos y con mirillas de malla negra, no hablaban.

—¿Y ahora qué sigue doctor? —preguntó de pronto ella en medio del zumbido de las abejas.

—Otra historia –dijo él y le tomó una mano. —Una mejor historia. Ojalá.

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