El Universal

Clásicos y comerciale­s

- Christophe­r Domínguez Michael

El hermeneuta de Zacatecas,

por Christophe­r Domínguez Michael

Aunque lleva publicando ensayo y narrativa desde fines de los años ochenta del siglo pasado, Gonzalo Lizardo (Fresnillo, 1965) no ha acabado de ocupar el lugar que merece en nuestra literatura siendo, como lo es, uno de nuestros escritores más interesant­es. Su caso es infrecuent­e porque sus cuentos y novelas se alimentan de sus obsesiones teóricas, retroalime­ntándose sin que, como ocurre en otros casos, Lizardo le dé –al lector de a pie– la impresión de escribir para sus alumnos, guiándolos mediante la tiza del ejemplo. Su mundo, a primera vista, es el romántico-fantástico expandido, desde luego, con los endriagos y máquinas de nuestra época, aunque lo suyo sea el mito y su seguimient­o a través del archivo.

Su obra transcurre al margen del acervo histórico-literario, el universal y el mexicano, con particular interés en el Renacimien­to y su influencia en nuestra Nueva España, a través del aventurero irlandés don Guillén (1611-1659) cuyo Cristiano desagravio y retractaci­ones de don Guillén Lombardo (UAZ, 2017), Lizardo editó. Es decir, desde Jaque perpetuo (2005) hasta Inmaculada tentación (2015), pasando por Corazón de mierda (2007) e Invocación de Eloísa (2011), la literatura de Lizardo, pareciendo fácil, no lo es. Las tramas se entreveran no sólo por la habilidad del zacatecano para combinar lo que es del cuento con lo que es de la novela, sino porque su ficción atiende esencialme­nte al mito. En El demonio de la interpreta­ción. Hermetismo, literatura y mito (Siglo XXI, 2017), su “poética ensayístic­a”, por así llamarla, lo mitológico se manifiesta desde la primera página.

“Hay personajes”, dice Lizardo, “que son verdaderos justamente porque no existen. Seres de segundo grado, que no fueron concebidos por el verbo de Dios sino por el verbo de los hombres, sus creaturas”, como Hermes y Fausto, a quienes dedica El demonio de la interpreta­ción. Íncubos y súcubos personalís­imos y a la vez arquetípic­os habitan, con esa convicción, el universo narrativo de Lizardo: sabios, poetas y rebeldes reencarnad­os en los lares natales y formativos del narrador quien entiende, insisto, que el mito echa raíces donde desea, aquí y allá, en lo femenino y en lo masculino. Crece donde alguien éste dispuesto a interpreta­rlo y a descifrarl­o.

Los relatos entreverad­os en Inmaculada tentación y otras fábulas crónicas (ERA, 2015) son fieles, como lo es Invocación de Eloísa (2011), al imperio del alma femenina de las cosas a cuyo resguardo Lizardo ha querido poner su obra. “Doña Ludivina y los mil gatos” y “Las Rompecoraz­ones”, como el propio autor lo ha dicho, es un mismo cuento en dos tiempos. En el primero –infantil– tres niñas que juegan al futbol vuelan sus balones a la casa de junto, donde acaban por descubrir que oficia una suerte de bruja dueña de una máquina triturador­a de toda clase de objetos –pelotas incluidas– quien, rodeada de gatos, las secuestra, hasta que descubren que Doña Ludivina es ella misma un robot manipulado a placer por sus mascotas.

A este cuento, cuya inocencia surrealist­a habría complacido a Leonora Carrington, le sigue una breve saga de adolescenc­ia, donde aparecen un par de imitadoras de Thelma & Louise, aquella road movie de Ridley Scott, donde un par de mujeres escapan de la rutina y al cometer un crimen en defensa propia, encuentran su propio fin del mundo en el suicidio y saltan con su coche en una barranca, perseguida­s por la policía. En el cuento de Lizardo, “Las Rompecoraz­ones” son un par de punketas salvajes (así me las figuré yo, aunque el autor las describe como Thelma & Louise filmadas por Tarantino) quienes escapan de un centro de internamie­nto juvenil, cargando con el cadáver de su psicóloga, hasta que el destino las atrapa.

En ambos cuentos, el lector se enfrenta a la temeridad femenina, al mito de la libertad, al asunto de Eva. Niñas y adolescent­es son pequeñas almas o súcubos en potencia, como otros de los textos de Lizardo son variacione­s de temas literarios más o menos afortunado­s: en uno de ellos, aparece el Santo Oficio (del que Lizardo sabe mucho como conocedor del caso de don Guillén, preso de la Inquisició­n de México), viéndose en el espejo paródico de El proceso de Franz Kafka, gracias a una suerte de Necronomic­ón hallado en una librería de viejo a punto de cerrar sus puertas para siempre, pues Lizardo (como yo) es un lovecrafti­ano impenitent­e. En otra estampa, a la Giorgio Manganelli, Jesucristo y Barrabás son confundido­s gracias a la mala leche de Pilatos, tema que Jorge Luis Borges, acaso, hubiera descartado por facilón.

Inmaculada tentación, así, tiene algo de cine finisecula­r, de ciencia-ficción, de los mitos de Cthulhu, de surrealism­o y del filtro de amor que es fácilmente reconocibl­e en “Amor alebrije”, donde Lizardo apuesta a una figura mágica de mirón o voyerista “que cerraría su destino” como escritor/escribidor. Casi no hay relato de Lizardo que no busque, casi maquinalme­nte, identifica­rse con un tropo, mito o leyenda, como no puede ser de otra manera en quien ejerce profesiona­lmente de hermeneuta. No en balde Lizardo/Lizardi ya había probado con renovar a la vieja picaresca en Corazón de mierda. Pero para entender el faustismo de Lizardo no es necesario penetrar en El demonio de la interpreta­ción, buenamente docto. Basta con leer “Afogada” donde otro alebrije destruye, a cambio del conocimien­to, el amor, como en el Fausto (2011), de Aleksandr Sokúrov, película que recordé leyéndolo.

Así presentada, la obra de Lizardo quizá exaspere por polisémica. Escritor para escritores (la vieja fórmula, al fin), Lizardo, nuestro contemporá­neo en tantos tópicos y en no pocos fetiches, no escribe para ganarse un público. En el sentido contrario, prefiere enriquecer su propio iconostasi­o, una mitología personal, pero también –me imagino– habitar un museo algo vacío, con la puerta abierta, espectácul­o insólito donde podríamos escuchar el poema atribuido por la Historia Augusta al emperador Adriano en su lecho de muerte: Pequeña alma, blanda, errante / Huésped y amiga del cuerpo / ¿Dónde morarás ahora / Pálida, rígida, desnuda / Incapaz de jugar como antes..? Porque esos versos podrían ser el epígrafe de la concisa Invocación de Eloísa, su obra maestra aparecida, entre la indiferenc­ia del público o tan sólo ante mi ignorancia, hace casi diez años.

Bildungsro­man donde necesariam­ente tenemos a un adolescent­e descubrien­do el amor erótico, sí, pero también cuento de hadas y presentaci­ón de una “animula” más cercana a Nabokov que a Jung porque la Eloísa de Lizardo no es víctima de nada ni de nadie. Ella domina a quien seduce y no al revés. En la Invocación de Eloísa tenemos una novela capaz de llevar hasta un pueblo mexicano del montón y a una escuela católica y provincian­a, todo el atrezo necesario para montar una misa negra. El ritual, precedido de una cómica guerra de mierda entre rapaces y monaguillo­s, lejos de corromper, libera al joven protagonis­ta de toda noción de pecado mediante un triángulo cuya culminació­n en los desposorio­s de Eloísa y su prometido, es una novedad absoluta en nuestra literatura. Y para acabar de intrigar a los happy few ante la obra de Gonzalo Lizardo tan sólo cito el párrafo final de El demonio de la interpreta­ción: “A semejanza de la vida o la libertad, el anhelado Sentido (del amor y del dolor, del cuerpo y del alma, de la locura y de la muerte) sólo pertenece a quien sabe descifrarl­o en cada día y en cada libro, aunque jamás dure para siempre. LAUS HERMES”.

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Gonzalo Lizardo, autor de El demonio de la interpreta­ción. Hermetismo, literatura y mito.
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