El Universal

Héctor de Mauleón Adiós al Chapo

- @hdemauleon demauleon@hotmail.com

AEmma Coronel se le mojaron los ojos. Volteó a ver al Chapo Guzmán y alzó el pulgar. Según el relato de una periodista presente en la sala, se había hecho un silencio sepulcral en tanto se llevaba a cabo la lectura del veredicto.

Tras seis días de deliberaci­ones, el jurado de la Corte Federal de Brooklyn, Nueva York, acababa de encontrar al Chapo culpable de diez cargos.

La defensa pidió que cada uno de los miembros del jurado —ocho mujeres y cuatro hombres, vecinos de Brooklyn, Queens y Long Island, cuya identidad se mantuvo en secreto—, reafirmara­n su sentencia.

Así fue. Uno a uno repitieron el “sí” de manera contundent­e.

El Chapo los miraba directamen­te a los ojos, “como si los retratara”. Los miembros del jurado, en cambio, bajaban la vista, no lo miraban a él. A lo largo de 13 semanas habían escuchado una relación de crímenes, secuestros y torturas verdaderam­ente espeluznan­te. Ejecucione­s de jefes de cárteles rivales, de policías, de testigos, de traidores. Un relato de fugas, túneles, toneladas de droga transporta­das en autos, camionetas, aviones y vagones de ferrocarri­l.

Una historia de muerte y corrupción trazada en esas semanas por 56 testigos.

El Chapo fue esposado y sacado de la sala. El fiscal federal dijo que lo que el capo acababa de recibir era “una sentencia de la que no hay escapatori­a ni regreso”. Su abogado la consideró, simplement­e, “devastador­a”.

Aunque no será dictada hasta el 25 de junio, se espera que lo pondrá tras las rejas por el resto de su vida, “sin derecho a libertad condiciona­l”.

Termina formalment­e la era del Chapo. En el juicio fueron ofrecidos como prueba de sus acciones criminales 30 homicidios que él ordenó —y algunos de los cuales perpetró por propia mano.

Desfilaron testimonio­s que narraron cómo El Chapo Guzmán ordenó secuestrar y torturar, por ejemplo, “a cuantos Zetas pudieran encontrar”. Se narró cómo le llevaron varias veces hombres “atados e indefensos” que él interrogab­a, torturaba, ejecutaba.

Todo eso es poco. En noviembre de 2010 un informe del Cisen calculaba que El Chapo estaba involucrad­o en 84% de las 28 mil muertes violentas ocurridas en México entre diciembre de 2006 y julio de ese año.

Esas muertes habían ocurrido en los municipios en los que el Cártel de Sinaloa se hallaba en guerra con los Zetas, el Cártel de Juárez, los Beltrán Leyva, el Cártel del Golfo y los Arellano Félix.

Comarcas, ciudades, pueblos ahogados por la sangre e incendiado­s por la metralla en lugares tan distintos como Chihuahua, Durango, Sinaloa, Baja California, Nayarit, Sonora, Jalisco, Guerrero, Tabasco, Chiapas, Quintana Roo…

Eso era solo el fruto que El Chapo legó a México en apenas cuatro años. Su vida criminal se extendió, sin embargo, a lo largo de siete sexenios —de José López Portillo a Enrique Peña Nieto.

No hay un delincuent­e en México con una historia criminal tan abultada, y probableme­nte no exista otro con una historia criminal tan salpicada de sangre.

Desde que inició su guerra contra los Arellano Félix por el control de la frontera, desde que el asesinato del cardenal Posadas Ocampo lo hizo visible a nivel nacional, El Chapo estuvo detrás de los peores repuntes de violencia, de las mayores alzas en las tasas de homicidios. Es uno de los artífices de la tragedia mexicana: el responsabl­e de que cientos de miles de vidas quedaran destrozada­s.

No volverá a ver la luz. Termina para siempre la era del Chapo.

Y sin embargo, esto no será una victoria. No lo será para México mientras queden en la impunidad los políticos, los policías, los militares que durante todo este tiempo colaboraro­n con ese horror, porque ellos también lo hicieron posible.

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