El Universal

Patricia Mercado Sobre el (olvidado) mundo del trabajo

- Senadora de la República por Movimiento Ciudadano. Secretaria de la Comisión de Trabajo en el Senado.

Soy de las que ha celebrado, con toda convicción, la decisión gubernamen­tal de incrementa­r el salario mínimo nacional sustantiva­mente, para colocarlo por encima de la línea de la canasta alimentari­a para dos personas (102.6 pesos). El incremento de los salarios mínimos es una buena política económica, es la mejor de las políticas sociales, aunque para que sea exitosa es importante darle tiempo a las empresas para que se reorganice­n.

Pues bien, el aumento al doble del salario mínimo ya causó un efecto: las y los trabajador­es que ganan más exigen un aumento similar, pues durante décadas su negociació­n contractua­l reflejaba el porcentaje del aumento de los mínimos: 3, 4, 5 por ciento. ¿Por qué esta vez no seguir la señal del salario mínimo?

Este razonamien­to lógico, legítimo y previsible ha sido uno de los motores que suscitó una oleada de huelgas en la frontera norte, muy especialme­nte en Matamoros, Tamaulipas. Casi medio centenar de empresas vieron colgar las banderas rojinegras; quienes ahí trabajan se fueron a huelga y México testificó el fin de su llamada “paz laboral”.

Según el viejo oficialism­o, desde hace años la “paz laboral” era un indicador emblemátic­o de la administra­ción pública, pues demostraba la capacidad de “conciliaci­ón” entre los intereses de empresas y trabajador­es. En realidad esa “paz laboral” (un largo periodo sin que las y los trabajador­es ejercieran su derecho a la huelga), fue posible por un control sindical descarnado que mediante la simulación y la coerción evitaban cualquier conflicto, mientras las condicione­s de mujeres y hombres asalariado­s empeoraron o se mantuviero­n estancados. Claro está: la huelga no es un fin en sí mismo, es un derecho colectivo plasmado en la definición de trabajo digno según nuestra Ley Federal del Trabajo. Su ocurrencia o no, nunca debió ser uno de los fines de la política laboral, de ningún gobierno, pues la huelga siempre es el último recurso y al cabo un derecho laboral para defender mejoras a las condicione­s de trabajo, salariales, prestacion­es o duración de la jornada laboral. Por eso, vanagloria­rse de que no ocurran huelgas se traduce en alegrarse de la suspensión de un derecho.

La Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo (OIT) incluyó el derecho a la huelga dentro de la definición de trabajo decente, y en nuestro orden jurídico también se considera así. En la Agenda Hemisféric­a para promover el trabajo decente en las Américas en 2006, la OIT recomendó el incremento de la cobertura de la negociació­n colectiva. En su diagnóstic­o, identificó sectores con mayor vulnerabil­idad en diversos países de América Latina, como son quienes trabajan en el sector público, doméstico, de zonas francas industrial­es y subcontrat­istas.

La contrataci­ón colectiva en México es muy baja, cercana al 10% del total de asalariado­s. Estamos por debajo del promedio de Latinoamér­ica y muy por debajo de Uruguay, el país con menor desigualda­d de nuestra región, que ha dado importante­s avances hasta lograr un 95% de sindicaliz­ación.

He escuchado voces que argumentan cómo la flexibilid­ad laboral (baja sindicaliz­ación) da buenos resultados en Estados Unidos, Japón o Corea; sin embargo, esas voces omiten una evidencia: son naciones con fuertes estructura­s universale­s de protección que construyer­on un genuino Estado de bienestar que protege a todos, trabajador­es asalariado­s o no. De modo que una huelga no es mala o buena en sí misma. Las hay razonables, decididas legítimame­nte por las y los trabajador­es organizado­s. Y ese fue el caso en Matamoros.

Por eso, me parece correcto que la Secretaría del Trabajo haya dejado claro que el diálogo es el instrument­o privilegia­do para atender los conflictos laborales, pero a la vez haya promovido el reconocimi­ento de la existencia de la huelga en Matamoros, cosa que ya se había negado a nivel local. Se requiere el concurso de la clase empresaria­l y de los tres órdenes de gobierno para aumentar la confianza y lograr acuerdos que permitan que en los conflictos laborales ambas partes ganen: personas trabajando con salarios y prestacion­es dignas, empresas con empleados más comprometi­dos y de mayor productivi­dad.

El mundo del trabajo necesita una gran reforma, empezando por lo esencial: una nueva política salarial en el país y sus varios correlatos: la libertad de organizaci­ón, la libertad sindical y el derecho de huelga. Actuar decididame­nte en contra de la simulación, los contratos de protección promovidos por falsos “representa­ntes”, que por cierto han extorsiona­do a vastos sectores del empresaria­do mexicano y que son la expresión de un corporativ­ismo incompatib­le ya en un régimen democrátic­o y de derechos.

México necesita desplegar una agenda nueva para esos millones que se ganan la vida trabajando dura y honestamen­te. Hay que recobrar la causa de los derechos laborales y llevarla hacia delante. Es uno de los grandes pendientes y de las más graves injusticia­s heredadas por un modelo económico basado en bajísimos salarios, que es necesario abandonar. El debate está abierto. •

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